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Si no sabes, pregunta (2025, en cualquier ciudad española)

Juan Jiménez González

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José se encaminó apresuradamente hacia el amplio espacio en el que se agolpaban varios cientos de personas que airadamente enarbolaban varias pancartas y proferían gritos confusos, en una algarabía que parecía más festiva que reivindicativa, que era lo que le habían dicho a José que encontraría en aquella plaza y en la que animadamente esperaba coincidir con algunas personas con las que compartir la inquietud que desde hacía semanas le gorgojeaba.

 José afrontaba el último curso de Filosofía y sentía que, al tiempo que incrementaba más y más teorías de pensamiento alineadas en su cerebro, crecía la confusión acerca de cómo encaminar su propia vida en relación a todo eso que años antes le había impulsado a leer a los clásicos con los que creía entender el mundo. Sin embargo, a pesar de ello, cada día se sentía más desorientado. Quizás, por esa razón, aunque no estaba tampoco seguro de ello, un extraño pálpito le llevó a unirse aquella tarde al bullicio que inundaba varias calles circundantes desde aquella plaza que, por momentos, le pareció a él que emanaba un suave aroma a despertar con ventanas abiertas. 

 Cuando pudo atisbar los primeros brazos en alto que le animaban a unirse a la concentración, comprobó que muchos de los rostros que aceraban su mirada hacia unos cerrados balcones altos de uno de los edificios que abrigaban la plaza, afilaban sus rasgos ungidos por una suerte de rencor que no reconoció entre las vivas emociones que unos minutos antes albergaba en su discurrir por las callejuelas que desembocaban en aquella olla de encontrados sentimientos, tantos como personas se apelotonaban, más unidas por el tono de sus voces que por lo que se acertaba a entender de ellas.

 Tímidamente, se pudo colar entre dos individuos que se mantenían firmes e incólumes, como soldados de infantería, ante los muros desnudos de aquel edificio del que colgaban, enhiestas, varias y diferentes banderas. Avanzó unos metros y pudo comprobar que el frío inclemente no era el causante de la exasperación de aquella turba. Cuando se disponía a preguntar a cualquiera de las personas que tenía más próximas, le sorprendían reiteradamente los ecos de los chillidos de los que competían entre sí por hacerse oír más estruendosamente. Resuelto por fin a vencer su timorata presencia, José sujetó por el brazo a un muchacho que no llegaba a la veintena para tratar de averiguar qué empujaba a tanta gente a coincidir en la desordenada rabia que allí se cocía. “¡Abajo la inteligencia!”, gruñó aquel que portaba un brazalete negro cuándo José le requería. Paralizado por el horror ante la barbaridad que Millán Astray hizo conocida ante Unamuno en 1936, entendió que no estaba allí por una causa digna y loable, como él creyó adivinar inicialmente, sino ante la evidencia de muchos años de pública demonización de la cultura.

Comprendió, también, que siempre estaría condenado a preguntar, aunque sólo fuera para sentirse más solo, en un mundo que ya había decidido entronizar la cólera ante la necesidad de saber.

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