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Vaya usted con Dios, cardenal Ratzinger
Quienes hayan leído esta columna a lo largo de los últimos años y en repetidas ocasiones ya sabrán que no soy ni una persona creyente, ni devota de ninguna religión. Respeto a quienes llevan sus creencias en silencio y sin intención ninguna de tratar de catequizarme, sobre todo tras tener que soportar 14 años de adoctrinamiento continuo te gustara o no.
Además, he llegado a detestar todo aquello que tenga que ver con la llamada “iglesia oficial”, un remedo de multinacional que no sólo juega con el dinero ajeno, sino con el propio concepto de la salvación después de la misma manera que lo haría un bróker de Wall Street con las acciones de cualquier compañía.
Por esa razón me parece demencial, pueril e insustancial el tratar de comprar con dinero humano la salvación eterna, más si tiene en cuenta las enseñanzas de Jesucristo y lo que le pasaría a un rico si intentara entrar en el reino de los cielos. Claro que ya se sabe que, según el doctor eclesiástico que leas, los conceptos cambian, la letra se interpreta a conveniencia, y todos tan contentos. Y, si uno lo piensa fríamente, ¿quién quiere ser pobre en un mundo tan materialista como el nuestro?
Volviendo al tema que me llevó a escribir esta columna, mi desapego hacia todo lo que tenga que ver con la iglesia oficial, el Vaticano y quienes pululan a su alrededor no me hicieron perder de vista la figura y el talante del cardenal alemán Joseph Ratzinger, luego elegido Papa bajo el nombre de Benedicto XVI.
Su enorme y sólida formación intelectual, su claridad a la hora de hablar de su propio pasado, justo cuando los medios empezaron a desvelar su integración en las juventudes hitlerianas y su posterior movilización, siendo sólo un adolescente, y su empeño por querer renovar una institución -la curia romana y sus integrantes- más interesada en dominar los “corazones y las mentes” de los creyentes que en salvar sus almas para la vida eterna lograron que se ganara mi estima y atención.
El tiempo y los hechos me han demostrado que fuimos pocos los que aplaudimos su empeño de sacar la basura y dejar a los verdaderos pecadores con las vergüenzas al aire, después de los años de desmanes y ocultación vividos durante el anterior papado. Ahora son legión quienes se han atrevido a denunciar los abusos y tropelías cometidos por pederastas degenerados, escondidos tras una sotana, para así suavizar su sentimiento de culpabilidad. Y esa legión de denunciantes dudo mucho que estén hostigados por ningún enviado de satán, sino por las pesadillas y los horrores vividos durante aquellos momentos, horrores que los hicieron callar entonces, pero no hoy.
Sin embargo, los canallas, los fariseos, los mercaderes a los que una mañana Jesucristo echó del templo a latigazos han vuelto para ocupar los aledaños del sillón de apóstol y deben estar muy contentos por el abandono de Joseph Ratzinger ante la imposibilidad de seguir cumpliendo sus labores apostólicas.
Y no nos engañemos, su abandono es una muy mala noticia para quienes pensamos que en un mundo tan polarizado como el actual, su figura aportaba una cierta mesura ante quienes siempre han estado ávidos del poder eclesial. Con Joseph Ratzinger, los malnacidos aupados a la santidad por el anterior papa vivieron sus horas más bajas y las víctimas pasaron a ser eso, víctimas y no elementos subversivos que sólo buscaban dañar la imagen de una institución tan venerada y venerable como la santa iglesia católica.
Sin él, la época del silencio, las medias verdades y las puertas cerradas podrían volver no sólo al seno de la iglesia actual, por lo menos como estaban antes de llegar él, sino que se podrían extender hasta los sectores más retrógrados de nuestra sociedad, aquellos que anteponen una creencia a la vida de una persona sin que les tiemble el pulso.
Así, si un día se justificó el salvar a los criminales de guerra nazis ante la amenaza del nazismo -y luego se santificaba a los dictadores con prebendas dignas de un Papa de Roma- hoy es la hora de la maquinaria de “guerra” católica, aquella que no duda en querer condicionar a la gente con tal de lograr que esas mismas personas no piensen por sí mismas. Y con Joseph Ratzinger fuera del tablero de juego, mucho me temo que volveremos a vivir tiempos de confrontación, y pocas o ninguna solución.
Éstas son sólo algunas de las razones por las que he sentido mucho el abandono de Joseph Ratzinger, una decisión que no debe haber sido nada fácil de tomar, sobre todo por TODAS las cosas que quedan aún por hacer en la institución que rigió en estos últimos ocho años.
Sólo me queda decir una última cosa. Adiós, cardenal Ratzinger, vaya usted con Dios.
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