Como les íbamos diciento, la ponente de esta sentencia de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife, Carmen Padilla Márquez, determina que el término don Pepito es “realmente el apodo con el que se identifica al actor en su faceta de editorialista desde al menos el año 1988 y hasta la actualidad (?) y debe descartarse cualquier ofensa a la faceta personal o a la intimidad del demandante”. Además, la sentencia recalca que las referencias al don Pepito se efectúan “casi siempre en el ámbito de comentarios a los editoriales publicados por el actor”. En tercer lugar, la ponente descarta que la ofensa pueda hacerse extensiva a la empresa editora, Editorial Leoncio Rodríguez, como pretendía su propietario, porque “sin ni siquiera ser mencionada, no ha sido agraviada y ningún perjuicio acredita”. Además, se da por probado que al insigne editor independentista se le viene llamando don Pepito desde al menos el año 1988, sin que haya habido por su parte la menor acción judicial reclamando su honor de ofendido. Es más, en la misma sentencia se recuerda que en el juicio oral uno de sus más íntimos colaboradores, Andrés Chaves, no acertaba a fijar si fue o no el primero en utilizar el cariñoso hipocorístico, “pero sí sabe que lo utilizó y difundió él, con su uso continuado, en épocas de enfrentamiento con el demandante a finales de los 80, y que desde que lo llamó así al demandante, se le conoce e identifica por tal expresión”. Ay, Andrés, siempre tan contumazmente decisivo. Para la ponente es determinante que el uso del don Pepito se realice siempre en “artículos de crítica a los editoriales que el actor [o sea, él] reconoce como propios, perfecto reflejo de sus pensamientos, editoriales no exentos, en muchas ocasiones, de expresiones objetivamente afrentosas dirigidas al lugar de origen, la persona y familia del director de un periódico digital de Las Palmas de Gran Canaria que, al parecer, coincide y puede ser identificado con la persona del demandado”, es decir, de Carlos Sosa. “En los interrogatorios”, enfatiza la sentencia, “ambos, actor y demandado, pusieron de manifiesto sus discrepancias ideológicas y la animadversión que recíprocamente se tienen”. En realidad es cariño, lo que pasa que, al menos en nuestro caso, procuramos disimularlo.