La crisis es ahora la gran tuneladora que perfora cualquiera de las prevenciones legales impuestas para evitar despropósitos, abusos y corruptelas, que aún con la ley en vigor, se siguen dando con rasgos de pornográfica impunidad. En Canarias estamos asistiendo a episodios simultáneos de “puesta en valor” del carácter benéfico de las inversiones, no solo como imprescindibles instrumentos anticrisis, sino como palancas para el desarrollo económico de la región. Al profundo debate abierto sobre la maraña burocrática que, en gran medida, limita inversiones y espanta inversores (nadie ha hablado del efecto estampida que provoca la corrupción) se ha unido la matraquilla sobre los obstáculos que habitualmente ponen los movimientos ecologistas o los ciudadanos que se han atrevido a denunciar la corrupción de determinados tótemes del poder en Canarias, intocables a los que no hay que perturbar cuando andan afanados en la dignísima tarea de diseñar operaciones urbanísticas de calado siempre pensadas por el bien de la colectividad. El mismo día que conocíamos las costeras intenciones de Cañete, un articulista tinerfeño de postín lanzaba la grosera idea de levantar bustos de afrenta dedicados a aquellos ciudadanos, políticos o abogados, que los del “sí a todo” han catalogado como del “no a todo”. A ambientalistas y honrados denunciantes de corruptelas se les echa a la sociedad encima por impedir “el desarrollo de Tenerife” a través de proyectos como Granadilla, Las Teresitas, el tendido eléctrico por el centro de la isla, el cierre del anillo insular o la segunda pista del Reina Sofía.