“Hemos perdido la interlocución con los empresarios y con los medios de comunicación”. La frase es del portavoz del PSOE en el Cabildo de Arrecife, Joaquín Caraballo, y pudiera pensarse que en ella se encierra un ejercicio de autocrítica, algo infrecuente en los partidos políticos españoles ni siquiera en los tiempos más turbulentos. Pero no es exactamente autocrítica lo que hace Caraballo, es disparo mortal en dirección al entrecejo del que hasta este viernes era el secretario general de ese partido en Lanzarote, Carlos Espino, que ha dimitido víctima de un montón de presiones provenientes de un sector de su propio partido y de unas inconcebibles e insoportables presiones del exterior a través de muy determinados medios informativos conejeros. Los resultados de las dos últimas elecciones han permitido a los críticos de Espino amplificar su discurso crítico y, de paso, enmascarar en ellos el fondo real del asunto: hace tiempo que querían acabar con ese secretario general por haberse empeñado en denunciar la corrupción que aún continúa arraigada en determinados sectores de la política, el empresariado y los medios de comunicación lanzaroteños. Desde que se convirtiera en la principal prueba de cargo y denunciante del caso Unión, uno de los más amplios sumarios judiciales de corrupción de cuantos siguen abiertos en España, Espino firmó su sentencia de muerte política. Aún en instrucción, Unión se ha extendido hasta alcanzar a muchos empresarios, a parientes de la Casa Real española, a políticos de todos los partidos, e incluso a personajes muy allegados el núcleo duro del Gobierno de Canarias. Para colmo, la denuncia daba carácter penal a otro pecado capital cometido por Carlos Espino, la denuncia por las licencias ilegales de los hoteles declarados carne de piqueta por el Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Era cadáver hace tiempo.