El caso de Minerva, además de su drama personal y familiar, ha servido para poner de manifiesto ciertas malformaciones del sistema, ciertos desajustes que devienen en desastre cuando confluyen personas que se toman su autoridad como encargo divino, otras que confiesan su ignorancia y se encogen de hombros y los demás aplican la normativa vigente. Minerva fue detenida a principios de octubre por una orden emitida por Alemania, y la Policía española debía enviarla a la Audiencia Nacional y entregar a su hijo a su padre, que tenía vuelo inmediato para regresar a Alemania. A esa normalidad policial se sumó la Fiscalía de Menores, que aplicó la plantilla sin interesarse por los pormenores del asunto, como los posibles malos tratos a la madre, las razones esgrimidas por el padre para reclamar a su hijo o los pasos que Minerva dio para demostrar que jamás pretendió un secuestro. Pero el funcionario policial que gestionó el atestado con esa normalidad que describimos se tropezó de repente con la comisaria provincial de Las Palmas, Sagrario de León, que le ordenó que no entregara el niño a su padre, contraviniendo de ese modo la orden de la Fiscalía. El policía no salía de su asombro y llegó a pedir esas órdenes por escrito, porque no le encajaba en ningún protocolo que una jefa policial se saltara lasinstrucciones del Ministerio Público. El conflicto interno en la Policía fue de traca y nadie se explicaba a qué venían las órdenes de la comisaria De León, que acabó incluso invitando a dimitir al jefe de la Brigada de la Policía Judicial, que presenciaba aquellos hechos.