Jorge Alberto Rodríguez Pérez es un hombre elegante, de aspecto saludable, de maneras nobles, pero tirando a espartanas. Es inteligente, maneja el verbo con soltura y, al menos en lo que concierne a la política, es notablemente ambicioso. Su salto lo público lo dio desde el asociacionismo empresarial, particularmente la construcción. Empresario sin empresa, presunto abogado que jamás terminó derecho, su currículo recoge que tiene un máster en asesoramiento de empresas de construcción e inmobiliarias, donde desde luego se ha cogido los dedos de manera gloriosa más de una vez. Su pasión por el dinero le ha llevado a mezclar de manera obscena la política con los negocios en dos ocasiones públicamente conocidas por todos: la primera, siendo concejal de Urbanismo de Las Palmas de Gran Canaria, cuando benefició más de lo humanamente permitido a una empresaria amiga a la que adjudicó obras indebidamente. Fue la primera ocasión en que se vio obligado a dimitir. La segunda vez que metió la pata y presuntamente la mano fue en 2006, cuando asesoraba a la empresa madrileña Grupo Europa en su afán por introducirse en el municipio de Telde. Rodríguez desplegó todos sus encantos y sus influencias como dirigente del PP (era entonces el número tres) y logró que las autoridades municipales acogieran en su seno a aquel empresario de llamativas corbatas como el constructor de cabecera para las viviendas sociales. Ahora, seis años después, el Tribunal Superior de Justicia de Canarias empieza a señalarle el camino al banquillo de los acusados.