Si no fuera porque conocemos a José Miguel Bravo de Laguna hace décadas podríamos pensar de él que se ha vuelto tonto, como el hijo, que ya todo le da lo mismo y que, puestos a salir con los pies en polvorosa dentro de tres años (o antes) lo mejor es olvidar el disimulo. Porque hasta el disimulo parece habérsele extraviado al presidente del Cabildo de Gran Canaria en este su último regreso al mundo de la política, del que salió accidentadamente una primavera de 1999 tras cosechar unos malos resultados electorales y comprobar que eran inaplacables las ambiciones del que venía detrás, José Manuel Soria. Las meteduras de pata de Bravo empiezan a ser constantes, y en algunas de ellas se aprecian ciertos rictus que poco o nada tienen que ver con el comportamiento democrático y transparente que siempre se le presumió. Es verdad que se siente preso de los designios de José Manuel Soria, que lo recuperó para la causa en una jugada maestra que le permitiera poder dedicarse a lo suyo sin tener que estar mirando cada momento debajo de la mesa. Es verdad que está cautivo de un pacto absurdo con un tránsfuga al que busca suplente de manea desesperada, no vaya a ser que, en una de esas exigencias el vicepresidente se le ponga insaciable. Es verdad que tiene que dejarle el camino preparado a su hijo Lucas, que también tiene sus exigencias y la política no está para garantizarle a nadie la fijeza. Pero de ahí a su entrega sumisa a los negocios privados de su entorno va un trecho que haría bien el señor presidente en cuidarse de transitar de la manera que lo está haciendo.