No damos abasto ante las inigualables aportaciones a la gestión pública del alcalde de Las Palmas de Gran Canaria, Juan José Cardona. No habíamos terminado de digerir el apabullante éxito cosechado tras la apertura de la franja verde-zona peatonal con la que incrementó las rarezas de la avenida de Mesa y López, cuando nos regresa de Madrid con una revolucionaria idea: plantar en el municipio 2.800 palmeras más. Pero no palmeras corrientes, ni siquiera Phoenix Canariensis, sino palmeras del mundo, de modo y manera que nos llamen los biodiversos del Atlántico. La noticia hizo parar las rotativas y las actualizaciones web, qué bárbaro, qué pedazo de alcalde, ¿te imaginas? ¡2.800 palmeras más! ¡Qué portento! ¡Qué distinguido esfuerzo por pasar a la posteridad como el alcalde que cambió la faz del municipio! Los analistas hacían echar humo a los ordenadores, profundizaban en el “valor añadido” que tal aportación botánica va a generar sin duda a la imagen global de la capital grancanaria, cuando, de improviso, ¡zas! ¡otro acontecimiento singular!: dos concejales de la mayoría de gobierno se plantificaban en el barrio marinero de San Cristóbal, en sus límites con La Laja, para presentar una boya, sí, una boya anclada al fondo del océano que habrá de servir, según los despachos de las más prestigiosas agencias de noticias del mundo, para que los que lo deseen puedan fondear allí sus embarcaciones y acercarse a tierra a tomarse unas cañas con unos calamares. La noticia llegó inmediatamente a Puerto Banús, a Miami, a Puerto Vallarta, desde donde zarparon a toda vela incontables yates de lujo atraídos por ese nuevo valor añadido de esa original ciudad de la costa africana. No ganamos para tanta satisfacción junta. Una pausa, por favor.