Los congresos democráticos, o mínimamente democráticos, los carga el demonio. Son imprevisibles cuando comienzan y alcanzan su mayor grado de imprevisibilidad cuando llega el momento de elegir nombres, colocar protegidos, influir territorialmente y cobrar facturas pendientes. A Andreotti se le atribuye esa frase genial que concluye que en la vida hay “amigos íntimos, amigos, conocidos, adversarios, enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido”. Y, salvo en el congreso del PP, donde solo faltó aprobar la adopción del himno Viva la Gente, mucho de eso ha habido estas últimas semanas en Canarias cuando se han reunido a deliberar los principales partidos de implantación regional. Fuera de esos cónclaves el público municipal y espeso, el mínimamente interesado (ciertamente escaso), mira con atención qué va a salir de allí, en la convicción nunca errónea de que poco o nada tienen que ofrecer de novedoso a la ciudadanía los partidos tal y cómo están diseñados. Los periodistas optamos por quedarnos con la cáscara nominativa, con la relación de personas que terminan componiendo la dirección, y con las trompadas, las traiciones, los apaños y los equilibrios que se producen para que fulanito o menganita hayan sido los elegidos o se hayan quedado en la cuneta. Semanas después de los congresos democráticos de Coalición Canaria y del PSC-PSOE (el del PP se puede encuadrar en otro segmento, quizá en el de convención de exaltación del líder y del espíritu Scout) continúan coleando los resultados, particularmente los exiguos apoyos recabados por los dos líderes regionales de ambas fuerzas, Paulino Rivero y José Miguel Pérez, respectivamente. Hay lecturas para todos los gustos, como es menester, y no todas castas y puras, estaría bueno. Pero erróneas aquella que han pretendido utilizar la misma vara de medir y las mismas consecuencias en CC que en el PSC.