Es muy saludable para la democracia española que un debate parlamentario de investidura presidencial despierte tanta expectación. O al menos tan aparente expectación como la que ha despertado la primera sesión para convertir en presidente a Mariano Rajoy. Las ansias de cambio que según parece tenía el pueblo español nos ha conducido a esa expectación y, acto seguido, a la más absoluta quietud, al conformismo más inexplicable al descubrir que detrás del telón, dentro de la chistera, no había ninguna sorpresa, ningún conejo saltarín. Mariano Rajoy hizo gala de las virtudes que los suyos vinieron pregonando los días previos al debate: será un discurso moderado y previsible. Justo, lo clavaron. Porque no se puede considerar audaz un discurso que se dedicó en su mayor parte a describir el diagnóstico que todos los españoles, cada cual con su grado de formación o de inquietud, ya conocíamos. Y acto seguido, a dibujar una serie de medidas muy generales que se ciñen de manera muy amplia a las prescripciones que llegan a todos los países europeos desde el eje francoalemán, y dos piedras. El recorte será de 16.500 millones. Salvo las pensiones, todas las partidas presupuestarias están ya en remojo; la reforma laboral, más de lo mismo sin mayores concreciones que un guiño al empleo para la gente joven. Se acabaron los puentes de largo recorrido, la Inmaculada Constitución perderá su encanto, y habrá reforma en profundidad de las administraciones, sin que sepamos en qué van a consistir exactamente.