Galdós: 181 años del nacimiento del escritor canario que siempre quiso ser paisano
Hace 181 años, un 10 de mayo de 1843 en la calle Cano de Las Palmas de Gran Canaria, se escuchó el revuelo y la alegría, genuina y a la vez cotidiana, que sucede a cualquier nacimiento. La noticia: Dolores Galdós, la esposa del coronel Don Sebastián, oriundo de Valsequillo, había tenido a su décimo hijo, Benito María de los Dolores. El niño fue bautizado en la iglesia de San Francisco, porque la familia Pérez Galdós, tal y como el anticlerical escritor dijera años más tarde, era católica, “pero sin fanatismos, que allá en mi tierra no se conocen ni son posibles”.
Recibió educación en el colegio San Agustín, donde intercambiaba cromos con sus compañeros y donde aprendió a leer y a juntar letras para fortuna de la humanidad. Benito alternaba sus lecciones del colegio con los pasajes militares que su padre le contaba en casa acerca de la guerra de la independencia española en la que fue soldado, alimentando con cada relato, y justo antes de dormir, lo que serían los Episodios Nacionales (1873). Galdós obtuvo el título de bachiller en Artes en 1862 en el Instituto de La Laguna (Tenerife), compaginando sus estudio con la publicación en la prensa local de poesías satíricas, ensayos y cuentos.
No está del todo claro el motivo por el que Dolores Galdós envía a su pequeño a estudiar Derecho a Madrid, materia que el escritor aborrecería toda su vida tanto como las matemáticas, pero se intuye un rumor de mal de amores por la llegada al entorno familiar isleño de la prima Sisita. Esta versión nos es tan válida como cualquier otra, ya que hablamos de la semblanza de un escritor del que se dijo*: “...Existen, para siempre, sus centenares y centenares de personajes históricos e imaginados, tan ciertos los unos como los otros...”.
Por amor, a Madrid
Se matriculó en la universidad en 1862 pero asistir, asistió poco, admitido por él mismo, en Memorias de un desmemoriado, publicado por entregas en el diario La Esfera en el año 1915 y narrado así:
...ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital. Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en “flanear” por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias. Frecuentaba el Teatro Real y un café de la Puerta del Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos.
Fue testigo presencial e inevitable cronista de la matanza de los estudiantes en la denominada Noche de San Daniel el 10 de abril de 1865, cuando la guardia civil y el ejército español reprimieron salvajemente una serenata estudiantil en apoyo a su rector a tenor de una publicación en el diario La Democracia de dos artículos muy críticos con la reina Isabel II.
Los cañonazos atronaban el aire... Madrid era un infierno"
Y, como en ocasiones ocurre, un clavo saca otro clavo o un amor se cura con otro, en Madrid el escritor se enamoró profundamente del teatro, causándole una honda impresión Venganza catalana de Antonio García Gutiérrez. Frecuentaba también la Tertulia Canaria, donde podía encontrarse con escritores paisanos y no perder el acento. Siempre recordó de dónde vino, no solo le delataba el cloquío canario, basta releer la entrevista que concedió a la revista Mundo Gráfico cuando le preguntaron por su procedencia: “¿Que de dónde soy? Eso lo sabe todo el mundo. ¡De Las Palmas!”.
No sabemos cuánto influyó o adelantó el proceso de creación literaria de Galdós el haber sido compañero de clase de Francisco Giner de los Ríos, padre de la pedagogía moderna y fundador de la Institución Libre de Enseñanza, que alentaba al canario a que escribiera y le hablaba del krausismo, que posteriormente se dejará ver en novelas de Galdós y que abandonará más tarde por posturas positivistas y materialistas.
El caso es que hizo caso a su amigo y comenzó a escribir, primero como redactor en periódicos como El Debate o La Nación, siendo corresponsal in situ de eventos que han marcado la historia de España como la sublevación del Cuartel de San Gil contra la reina Isabel II, momento hasta el cual no se había puesto en duda la legitimidad de la regente. Desde entonces, a partir de aquella fecha la revolución añadía a su cometido derrocar a los Borbones. Son los prolegómenos de la revolución de 1868 y allí estaba un cronista llamado Benito para contarlo, desde su génesis, pasando por la entrada de los generales Prim, Topete y Serrano, hasta la redacción de la Constitución.
Benito Pérez Galdós compaginaba sus viajes a Europa, de donde se trajo manuscritos de Balzac y Dickens del que tradujo al español su obra Los papeles póstumos del Club Pitwick, con regresos a Canarias y por el camino inició su carrera como novelista, sin saber que sería el autor más importante del siglo XIX y aún está por ver si después de Cervantes, dicho por gente que sabe, el escritor más influyente en lengua española; sus primeras obrasLa Fontana de Oro; o La sombra, publicada por entregas en 1870 en la Revista de España.
Cuentan sus cronistas que gustaba de salir a pasear con Madrid después de escribir un buen rato a lápiz, para escuchar las conversaciones de la gente, sus preocupaciones y las profundidades de su psicología, con la empatía necesaria para escribir de unos ojos “que tenían una viveza tal que parecían negros sin serlo”, Doña Perfecta (1876), o describir el olor de la mercería Pontejos, donde se compraban los dedales de Fortunata y Jacinta (1887), mercería que sigue en pie mientras se escriben estas líneas, si es que no ha sido más rápida la turistificación en Madrid. Marianela (1878), llevadas al teatro cientos de veces, a la televisión y al cine ya en el siglo XX, acercando su obra al gran público, que era sobre el que Galdós escribía y el que más le interesaba.
A partir de 1872, Galdós buscó refugio en Santander de los tórridos veranos madrileños y se enamoró tanto de aquello, que compró una casa en El Sardinero, la finca de San Quintín, en honor a su segunda obra de teatro. Diputado en las cortes españolas hasta en cuatro ocasiones, nunca se sintió un político al uso, sino que aprovechó aquellas legislaturas para continuar observando a la sociedad española y plasmarla ya en corrientes más maduras tal como escribiría Leopoldo Alas, Clarín tras la publicación de La desheredada (1881): “Galdós se ha echado en la corriente; ha publicado un programa de literatura incendiaria, su programa de naturalista: ha escrito en 507 páginas la historia de una prostituta”. Su aventura teatral , Realidad ( 1890), Electra (1901), El Abuelo (1904) o Casandra (1910), obras populares que ya mostraban los temas que caracterizaron a Galdós como la ternura, el papel de la mujer en la sociedad, el perdón o la desigualdad.
El escritor ingresa en 1897 en la Real Academia de la Lengua, soportando las críticas y la oposición de los sectores más conservadores del país.
Algunos, que intrépidos se lanzan por tal o cual angostura, vuelven con las manos en la cabeza, diciendo que no han visto más que tinieblas y enmarañadas zarzas que estorban el paso; otros quieren abrirlo a pico, con paciente labor, o quebrantar la piedra con la acción física de substancias destructoras; y todos, en fin, nos lamentamos, con discorde vocerío, de haber venido a parar a este recodo, del cual no vemos manera de salir, aunque la habrá seguramente, porque allí hemos de quedarnos hasta el fin de los siglos.
La ternura para Galdós
Galdós murió sin contraer matrimonio, pero sabemos cómo amó o, al menos, como expresó sus sentimientos a mujeres como la también novelista Emilia Pardo Bazán, gracias a la correspondencia que se conserva de ambos, donde se lee a un fogoso Galdós que escribe erotismo puro, alejándose de la imagen que tenemos de un señor serio con gafas redondas y bufanda de lana que acaricia un gato. “El amor es un arte que no se aprende, pero se sabe”, escribiría para resumir su fascinación por lo mejor que podemos darnos los humanos entre nosotros y que siempre sucede en la cotidianidad. Galdós reconoció a una hija, María Galdós nacida en 1891 de la modelo Lorenza Cobián.
El escritor murió el 4 de enero de 1920, casi ciego y endeudado al cuidado gentil de su sobrino José Hurtado de Mendoza. Sucedió lejos de su tierra y lejos de la casa donde está su cuna, de una forma impropia para el escritor más importante que dio el siglo XIX, esto dicho por sus contemporáneos. En contraposición a su muerte en soledad, se conservan imágenes de su cortejo fúnebre por el centro de Madrid donde no cabía un alfiler, cumpliendo España una vez más con esa extraña costumbre de cuidar a sus escritores cuando ya están muertos.
Y en su tierra los homenajes no cesaron, por encima de leyendas urbanas que solo querían desprestigiarle, y se le quiere y se nota en las plazas, teatros, calles, institutos, colegios o murales dedicados a su obra. Pasear por la ciudad de Las Palmas es encontrarle, y saludarle, un par de veces al día, pero quizá lo más importante es el respeto que despierta aún en todos, que no es el respeto de lo que se teme, sino el de la alegría de encontrarse con un paisano que hablará bien durante toda la historia de todos los canarios.
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