Concha Mendoza

Elsa López.

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Ella es incorruptible y eterna como esas monjas que se guardan en urnas transparentes y uno va a pedirles favores y milagros. Ella es lo que nos dura dentro y fuera del alma. Cuando supe que estaba mal y pensamos que quizá no volveríamos a verla y a escuchar su risa rotunda y clara, una risa capaz de traspasar muros y fronteras, también supe lo que significaba para nosotros. Luego me acostumbré durante días a pensar en lo que teníamos a su lado, lo que podíamos perder si ella se iba de marcha a otros mundos posibles. Lo supe y me dije a mí misma que eso no iba a suceder, que ella es el prototipo de ser humano que nunca se atrevería a dejarnos. Y recé por ello. Pedí a los dioses que la devolvieran sana y salva a nuestra vida gris y algo sombría para que pudiéramos volver a reírnos a todo lo ancho de la tierra que ocupábamos con ella.

Porque Concha es como esas luces intermitentes que nos asaltan en la oscuridad de una calle, en un paso de peatones, en las grandes avenidas o en las habitaciones de un hotel cuando anochece y nos parece que la vida se apaga o se va de nuestro lado. Concha es la energía, la alegría de vivir, la increíble vitalidad, el ánimo y la esperanza de tus horas bajas. Concha es los trajes de colores al vuelo de muchos pájaros revoloteando entre tules y sedas. Concha es el bolso repleto de niños y golosinas, la botella de JB y los hielos tintineando a nuestro lado. Concha es la inquebrantable costumbre de decir que te quiero como quien no dice nada y sin saber acaso que lo está diciendo todo. Concha es la defensora de causas varias y de distinto signo; la voz alterada en momentos inesperados intentando aclarar o defender problemas surgidos de Dios sabe dónde. Concha es la magia de una llamada cuando más lo necesitas, un gesto cuando caes en el desconsuelo, un abrazo cuando llega el frío, una lección de vida cuando te crees muerta.

Y por eso la nombro. Pienso en ella, le reclamo que vuelva, que se lance al agua de una playa que le debe su fama y donde cada día se iba a conocer peces nuevos y llenarse la piel de ese color que llevaba siempre encima y nos daba envidia y nos hacía sentir mejores, como nuevos, como recién bañados. Porque Concha huele a sal y a colonia fresca. Concha sabe a mermeladas antiguas y a pan recién horneado. Y cuando tocas a Concha es igual que caer rendida en una tibia colcha de algodón recién extendida sobre nuestra cama de recién casada. Y cuando te apoyas en sus hombros y te hundes en ellos como si fueran almohadones tibios para llorar por nada o reír como una loca por todo lo que te rodea, comprendes el significado de la palabra ternura.

Amistad suena a tontería si no la compartes con ella. Esa es la causa de que mucha gente que la conoce llegue a quererla porque todos saben hasta dónde llega Concha cuando dice aquí estoy, no tengas miedo. Y uno, que sigue siendo un niño cobarde y asustadizo en algunos momentos de la vida, espera el saludo de Concha al cruzarse con ella en un pasillo del hospital, en la orilla de una playa o en los salones del mejor hotel del mundo, para sentir la seguridad de que ese día todo saldrá bien. Lo saben quiénes la saludan en cualquier parte, aquellos que levantan la voz y la cara para sonreírle y desearle la buena suerte que ella reparte a manos llenas a su alrededor. Concha, genio y figura. Concha enfadada, bronca, risueña, triste, cercana, maravillosamente viva a nuestro lado.

[Le escribí esta carta a Concha hace días, cuando supe que estaba muy mal; cuando teníamos aún la esperanza de su vuelta y pensaba dársela como regalo de cumpleaños el veinte de diciembre. Incluso le compré en el viaje a Madrid una taza amarilla con las letras JB en rojo. Ahora sé que no lo hará, pero, aun así, la pienso en presente, la quiero en presente y a pesar de saber lo que sé, aún le digo al oído: “Vuelve, Concha, vuelve. Te estamos esperando”.]

Elsa López

26 de diciembre de 2021

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