Diario de un volcán, IV

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No estás preparada para ver tu casa hundiéndose tragada por las rocas. Duele como si te introdujeran una llave ardiendo en todos los lugares de la carne porque tú eres la puerta. Resistió estoicamente tres semanas erguida ante la lava, pero fue perdiendo altivez con los días, no sé si intuía a quién tenía de frente.

La vimos en pantalla. Dios mío, era la lava sangrienta que había enterrado Todoque y que estuvo quieta semanas en el cruce de Pampillo como si nunca fuera a andar. Pero inició el ataque. Avanzaba lenta, arrastrando por la tierra sus poros indolentes, los orificios encendidos de los ojos sobrepasaban la azotea de los vecinos. Rellenó la gran vaguada del minigolf con el que lindábamos. Después de la panzada, exhausta, se recostó en la pared de nuestra huerta y allí aguantó apoyada, inmóvil en la esquina, aparentemente dormida. ¿Quién sostenía a quién? Asfixió los aguacateros de la orilla y le perdonó la vida al resto de los frutales como diciéndole a la casa: Brillas, pero quién sabe si mañana brillarás. Y ahí permaneció semanas, valientemente azul.

La imagen más buscada en internet a mediodía es el Orto, instantáneas que se toman de las vistas aéreas que el dron oficial graba diariamente sobre el avance de las coladas. Las amigas te la reenvían, marcada tu casa con una flecha de colores brillantes: Está bien, tu casa está bien. La amplías al máximo para comprobar que la lava continúa parada. Y respiras profundo hasta el Orto del día siguiente.

Después de casi tres semanas sin que este brazo se desplazara, mi marido y mis hijos entraron en zona de exclusión y accedieron a nuestra vivienda. Recogieron no la totalidad de los libros, regaron las naranjeras, retiraron la ceniza de los patios, de las orquídeas que se conservaban en flor debajo de la naranjera de la esquina. La vecina del morro sacudía la ceniza de la pérgola: “Aquí no llega, imposible. Desde que acabe el volcán, pienso regresar”, decía enamorada. Pero no pudo ser. De vuelta, con la camioneta colmada de libros, por la carretera del Hoyo, los sorprendió la ingrata colada que se aproximaba sigilosa por la espalda. Y sin decir palabra, en estado de shock, sintieron que debían rescatarla y volvieron.  

Entre una nube de mirlos, notaron el pulso de la casa; la vieron viva y hermosa, y hubo el tiempo exacto de decirle adiós con los ojos mientras la lengua se movía inexorable. Esta colada atrajo a la otra y entre las dos la abrazaron y la abrasaron. El vaho que salía por la boca de una tubería abierta en el camino presagiaba el final, el volcán enviaba sus señales. Un hilo de humo blanco emergió por la chimenea de la cocina. El humo adquirió la forma del tejado y lo nubló. La secuencia de la quema nos llegaba a cada instante vía móvil hasta que la lava mutiló la punta de la chimenea. Antes de la aniquilación, pareció que se encendieron de pronto todas las lámparas.

La vivienda de la vecina del morro y las de los vecinos que subsistían enhiestas en los montículos sucumbieron sin que los propietarios pudieran despedirse. En ningún canal informativo habían notificado la existencia de esta reciente colada sur. ¿Tendría tiempo de emigrar la mariposa monarca, posada horas en el alféizar, nacida para volar?

Sin la costumbre de los mirlos revoloteando, vimos en imágenes la colada ya inflada bajar hacia la curva de los Estanques. Vimos, con claridad, saliendo un vaho y no era la respiración de la lava, era un aliento de años, parecía que nuestro aliento franqueara la oscuridad, trepara por el humo y escapara. El humo a veces era azul.

Guardaba en sus estantes páginas hermosas, muchas rescatamos, otras no; ¿dónde las metemos? La manta de tigre regalo de la abuela, las bufandas multicolores que tejió mamá con restos de estambres, imaginando con su mente decrépita que tejía patucos para los nietos o pantalones para papá que ya no estaba. Ay, ¡los disfraces! Los bombachos de arlequín con rombos color ajedrez alojados en los altillos de los armarios ―las caras maquilladas de blanco y, en las mejillas, lágrimas negras emborronadas por los polvos y la juerga de Carnavales después de medianoche―. La falda roja de lunares negros del disfraz de roquera de mi hija, las enaguas almidonadas de tul ribeteadas de raso. El verde de fieltro de Peter Pan que mi hijo detestaba. Cero disfraces. 

Ahora que no está la tuya, evocas la casa de la infancia. Es un acto reflejo, un recurso terapéutico. Mamá hizo la casa a trozos, ahorraba y la ampliaba. Una sala anexa, una losa para comunicar la casa con el baño, adecentamiento del cocino para proteger el fogón de leña del viento y de la lluvia. Lo peor, lidiar con las goteras. Y con tablones tendíamos puentes de sardinel a sardinel evitando que se nos anegaran los pies en los charcos del piso de cemento, aún sin baldosas.

Porque nuestras casas rurales las construye el tiempo, poco a poco, en el solar familiar que habilitas y allí montas los cimientos. Desde que la estructura tiene techo, te instalas y la habitas. En el suelo, sobre una base de periódicos y, a sendos lados, el colchón y la cuna de tus hijos, y te libras del alquiler mensual que va directo a la casa. Con dos pilas de bloques, sobre los que reposa una tabla, montas la cocinilla de gas de dos fogones que te dejan tus suegros. Al lado, la bombona que desaparecerá cuando encajes en su trono del poyo de granito natural la placa metálica de cuatro hornillos. De espejo ejercen los cristales de las ventanas y, en la calle, las lunas de los escaparates. Este lento proceso de construcción contrasta drásticamente con el desenfrenado proceso de la quema.

Resulta extraño, ni siquiera cantamos como antes, ahora cantamos hacia dentro.

Aceptación, dice una amiga. ¿Qué hacer después de la extinción? Es una lucha incesante aceptar la pérdida. En duermevela, en los sobresaltos de la vigilia, pruebas las estrategias que recomiendan los especialistas, intentas visualizar paisajes serenos, ríos o nieve, o barrancos, pero las imágenes se tuercen, retroceden y ves a tus hijos entre bolsas de cemento gateando en el patio a medio construir. O a tu hija de ocho años que te muestra la mano con la astilla del diente que perdió saltando los escalones de piedra sin rejuntar. O a tu marido, después de la jornada de trabajo, extrayendo de la cueva los zamuros de escombro. Quedó una bodega fresquita con un frente rústico de piedras de volcán. Y piensas ahora, ¿estas piedras atrajeron las otras piedras? ¿Rocas atraen rocas? ¿Vino a matarla, a arrancarla del tiempo por haberle arrancado a los otros volcanes otras piedras de otras lavas de otro tiempo? La mente es poderosa para bien o para mal y hay que controlarla, domarla con firmeza, diciéndole: No vas a dominarme. O te agarra por el estómago, te lo vacía de cuajo, se te introduce en las entrañas, y lo llena. Si oprimes fuerte con los dedos el salto en el estómago y sientes consuelo, y esta misma opresión permite que inspires hondo, es la mente que se expande y te ocupa. 

El día posterior a la extinción, el sábado treinta de octubre, no amaneció. La lluvia de cenizas tupidas mantuvo el día negro y oscuro el cielo condescendiente con el duelo. Encerrados en las casas con la luz encendida y privándonos del cielo por la mala calidad del aire. La inhalación de este polvo tan denso te congestiona los senos, genera síntomas de sinusitis, inflama los bronquios, enturbia nuestro interior.

A partir de este momento, la casa va en tus ojos; tiras de la cadena de la cisterna y la casa se lanza precipitadamente con el agua váter abajo, y por el sumidero de la ducha; la casa sepultada te adentra en la orfandad. Por favor, que se cierre de raíz esta brecha. Pero de madrugada, el sismo de cinco con uno quiebra tus ansiedades. ¿Se hallará cansado el volcán y tiembla? ¿Estará alimentándose de la hondura magmática para embestir de nuevo? O, en el mejor de los casos, ¿estará colocándose, acurrucándose en lo más recóndito de la isla para descansar para siempre?

El Día de Todos los Santos, en la Montaña de Tenisca, acto militar de homenaje a los difuntos, de modo que un helicóptero de las Fuerzas Armadas esparcía pétalos sobre los Ángeles, camposanto de Las Manchas, incomunicado por la erupción, y en el entorno de las coladas próximas. ¡Ese era el helicóptero que había sobrevolado las azoteas de Tazacorte dirección norte! ¡Pensamos que habría nacido otra boca! Tu mente se hace puño y te ocupa de nuevo, te ofrece el sobresalto, no rosas.

Puesto que el cementerio de Las Manchas está en zona de exclusión, la gente se amontona en la Plaza de Los Llanos de Aridane en torno a El rincón de la memoria con una flor y una vela para los fallecidos. Dispuestos sobre una tarima, colocas los velones que un guardia atento enciende. Luego buscas en paneles iluminados los nombres de los familiares, aunque más bien buscas los ojos de la otra gente que también busca. Siempre hay algo que buscar. Sobre todo consuelo en aquellas personas que también han perdido. Lo adivinas por la empatía que cuelga de sus miradas furtivas. Los abrazos son como pinzas y constriñes el pecho de la persona abrazada para quererla en la adversidad.

Al día siguiente, a las doce, cita en la Casa Massieu de Argual para solicitar las ayudas previstas por el Gobierno de Canarias para los afectados. Y das con la gente que se acumula en la entrada. Olvidándote de la pandemia, los abrazas sin decir palabra, como si abrazaras su nostalgia, y así a otras parejas, y a otros vecinos, y cuando termina el abrazo te percatas de que retienes entre las tuyas las manos entrelazadas de los otros y que nadie quiere deshacer este lazo. Y se te desparrama la tonga de papeles exigidos para justificar los daños cuando estás delante del asistente social en una de las muchas cabinas, montadas con paneles blancos de chapa, para responder a esta emergencia. ¿Cuánto estiman que producía anualmente esta huerta, qué valor económico le darían a esta finca? Nos miramos como respuesta. Ignoramos el valor de la cosecha de papas de la huerta. Cómo vamos a ponerles precio a las zanahorias chiquitas, ni a las piñas del millo, ni a la cosecha de judías pintadas que congelábamos para el año entero.

El tres de noviembre, nos pilló un temblor sorpresa de cinco con uno de magnitud de larga duración que comenzó como un tremor. Las magnitudes no se corresponden con las sensaciones. ¡Tremenda sacudida! Diríamos que sobrepasó el patrón de intensidades, se nos levantaban los pies del suelo. Cuando se queja el suelo, te sientes vulnerable, diminuta como una oruga.

Sube el dióxido de azufre después de siete días a la baja. Quizá se esté alimentado para embestir con fuerza. No te puedes fiar del volcán. Emite lava a borbotones y signos confusos para que no nos imaginemos que acaba de golpe. Se rebosa el canal lávico y pasa por el norte de la Montaña Rajada. Sería un problema si abriera nueva boca y bordeara la montaña del Cogote y diera de lleno en el indefenso cementerio de Las Manchas. Los próximos días serán cruciales, según algunos expertos, si termina de repente, sin que baje el dióxido de azufre, abrirá otra boca cerca o alejada del cono volcánico como hizo el volcán de San Juan. Suben el tremor, la emisión de ceniza y la mala calidad del aire, así que el alumnado del valle recibirá clases on-line.

El cuatro de noviembre, dejó de rugir, son fases del tremor volcánico que no tienen explicación porque a las siete de la tarde del seis de noviembre habló entre dientes. El nueve de noviembre destrozó las plataneras que había dejado intactas y amenazó la hermosa playa de Los Guirres, mañana la inundará y acabará con ella.

Mantos de azufre lo cubren, no es prudente anticipar el final. No son más que señales que el volcán manda que ni los entendidos son capaces de descifrar. Él no entiende de términos medios.

Porque sin corazón, el volcán late. Y aunque calle, late. Es un zumbido de reactor que se proyecta desde arriba y percute como un bombo aquí abajo pellizcándote la cabeza para recordarte: “Eh, no te distraigas, sigo aquí”. Un día y otro, como si los días todos estuvieran hechos de volcán.

El amanecer te unta los labios de azufre. Me recuerda el olor que se derramaba con el humo por debajo de la tapa de la caja de los higos. Mamá empapaba de azufre una tira de camisa vieja, previamente humedecida con agua, y la introducía en la caja de tea para proteger los higos pasados de los gusanos. Esta recreación de la memoria te reconcilia con el olor a pólvora de hoy, el olor de la pólvora quemada, no con la ceniza que cae  ininterrumpidamente y nos gasta los ojos, ¿por cuánto tiempo nos empañará la mirada?

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