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Embrión de relato largo

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos míos: 

El ecuador de mis semanas, esa unidad de tiempo aquí en el planeta Tierra, son los jueves. De lunes a miércoles estoy en el Hemisferio Sur, el jueves en el ecuador, y los viernes, sábados y domingos, estoy en el Hemisferio Norte. Todas mis semanas son iguales de amenas, no me aburro en ninguna de ellas. Semana a semana, sin moverme la mayoría de las veces de la Isla, estoy en cualquier parte del mundo; el mundo me trae muchas cosas a la puerta de mi casa, o de mi templo, Las Cosas Buenas de Miguel.

Me gusta empezar a escribir mis homilías cuando estoy en el Hemisferio Norte, y acabarlas cuando estoy en el Hemisferio Sur, como lo estoy haciendo ahora mismo en esta casi noche de domingo, en la que termino de escribir esta en mi templo, que leeréis el martes próximo día primero de marzo; y al mismo tiempo que Ángela prepara una pasta para acompañarla con ‘The Flower and The Bee’, un vinito blanco de Ribeiro, de la variedad Treixadura. Los ribeiros son de los vinos más antiguos de nuestro país de piel de toro. Tuvieron muy buena reputación, pero la fueron perdiendo cuando la avaricia, sí, la avaricia, hizo que los avariciosos sustituyeran la variedad autóctona, la treixadura, por la palomino, que daba más litros. Pero el problema ya está solucionado, llegaron los románticos, siempre aparecen los románticos para arreglar los desaguisados, y se ha vuelto a poner el sol en aquellos viñedos. El alcance de este sol ha sido tan grande que ha llegado hasta la Casa Blanca de Obama como vino de la casa, donde el presidente anterior, un ex bebedor de cerveza y armador insaciable de guerras, tenía vetadas las bebidas alcohólicas. El mundo perdió un bebedor de cerveza. ¡Qué pena!, pero ganó otro armador de guerras. ¡Qué pecado! 

Para mí es muy corriente nacer en cualquier momento del día, o nacer todos los días. Acordaros que ya una vez os comenté que el nueve de agosto del año mil novecientos cincuenta y cinco, es decir, del siglo anterior, yo nací de dos maneras, una, como nacemos todos los niños, de una madre; otra, como lo vio los ojos de una niña, mi hermana; pero de esto no os voy a hablar hoy porque ya estoy escuchando los chillidos de mi Esther R. Medina: “Chuchú, no te enrolles, brevedad”. Os decía que si nací dos veces al mismo tiempo, que por qué no lo puedo hacer siempre que me entren ganas de hacerlo, como cuando me entran ganas de tomarme los vinos que me apetezcan de The Flower and The Bee, Treixadura. Pues bien, la semana pasada volví a renacer varias veces, como las ramas en un árbol, y lo más hermoso fue ver otros renacimientos, más ramas en otros tantos árboles. 

Dudaba esta semana entre si escribir ‘Cabiria’, una homilía que pronto leeréis; otra vez me encuentro con uno de los niños que fui, el que vino desde Fuencaliente en la guagua preguntándose qué es estar loco. Si escribir sobre el primer viaje a París con Ninnette, Lissete, El Charro y El Chivato Tántrico, después de la terapia de El Charro. O si hacerlo sobre mi amigo Giorgio y nuestros, de él y míos, soliloquios. Pero me acordé de un relato que llevo cuarenta años procurando escribir y que no lo consigo. Os voy a comentar de qué va. Un niño venera a su abuelo que le ha  explicado cómo se pescan los pulpos. El niño va al taller de forja de Contarete, le pide a Miguel que le haga una fija, y le dice que quiere coger un pulpo tal como le había dicho su abuelo que se cogían. Miguel le cobra cinco pesetas. Va el niño todos los días a la playa del muelle con las gafas y la fija a intentar coger uno. Entre el  Tito y el Janequín, dos pequeños barcos pesqueros  que fondean en la playa,  en el fondo del mar, hay un viejo cubo de metal hundido; piensa el niño que algún día en ese cubo encontrará al pulpo que anda buscando. La Playa del Muelle tiene un varadero, en el fondo de él dos hermanos silenciosos, como dos piezas de cualquier buen pintor, construyen un barco. Al niño le llama la atención estos dos hermanos trabajando la madera, al igual que los trabajadores herméticos de una cantería que existe entre la playa y su casa. El niño, una tarde,  encuentra con sus gafas y su fija, en el viejo balde  de metal hundido, que el balde tiene un inquilino, el pulpo, al que quiere ir a desafiar. Se sumerge, hay marea alta, y se da cuenta de que no ha calibrado bien su capacidad pulmonar y que el pulpo le enseña sus fieros ojos que aún hoy no los ha olvidado. Siente miedo y sube a la superficie del mar. La orilla de la playa está lejos, tiene que nadar todavía hasta ella. Llega sin respiración  a la orilla, se seca, se viste y con la toalla, el bañador, las gafas y la fija, regresa a su casa. Se siente fracasado y no sabe cómo contárselo  a su abuelo. Esa noche se va a la cama sin cenar, lleva con él un bucio que coloca debajo de la almohada. Tiene un sueño. Sueña en los restos de un barco hundido y los muertos de aquel naufragio que sueñan en volver a juntar sus partes, sus restos, y emerger para volver a hacer el viaje que la historia no les permitió

Intento mezclar en ese relato sabiduría, fuerza y belleza. Hacer un poema épico en el que rendir homenaje a mi abuelo y a todos su hermanos, personas de bien, que los cañonazos del Canalejas a una población indefensa no les permitieron dejar vivir de acuerdo con sus ideas, y a muchos de ellos que ni tan siquiera les permitieron vivir. Intento rendir homenaje a los barcos de piedra que navegan en tierra y a los templos de madera que surcan mares. A las personas que trabajan la materia, la madera o la piedra, dejándola en una obra de arte tan solo quitándoles  lo que a una y otra les sobra. A los que con su esfuerzo diario se modelan intentando llegar a ser lo más parecido posible al creador. Procuro escribirlo, pero no lo consigo. 

En el ecuador de esta semana, el jueves, dejo por la noche y por primera vez, mi moto en un aparcamiento dos edificios por encima del que vivo. A la mañana siguiente, viernes, ya en el Hemisferio Norte, salgo de casa con la idea de coger la moto. Tengo que desistir. Sobre el asiento de mi pobre  moto, que no se mete con nadie, un vecino, que creo que ni me conoce, vertió un sartén de aceite cocinado. Dudo de si este buen vecino  confundió mi moto con un francés, creyéndose estar en la Guerra de la Independencia, y quiso acabar con un enemigo más; o si quiso indagar en alguna receta culinaria, sillín de moto Suzuki Burgmman al sartén, o algo así; o si sintió que yo le robé un aparcamiento público que pensó que era solo de él, y se vengó de esa manera. Hace tiempo que me desprendí del estado de enojo, de cabreo, porque solo trae enfermedad y dolor; por tanto, este episodio del asiento de la moto solo me puede producir risa, risa de ver a una persona llegar a su casa, sentir que le he robado el aparcamiento, esperar a que no lo pueda ver nadie, y bajar con un sartén lleno de aceite en la mano para tirárselo a una moto indefensa. ¡Hay quien se porta como piedra o madera  bruta! Pero vámonos a ponernos en otra situación, si me quema el asiento y no tengo dinero para comprar otro, y necesito la moto de urgencia, ¿me podría reír, por mucho que haya desterrado de mí al estado de enojo y cabreo? Vamos a dejar la respuesta para otro día

Sé que aquel niño que veneraba, y sigue de mayor venerando,  a su abuelo, no pescará nunca aquel pulpo de ojos furiosos. Sé que en cualquier momento volveré a nacer lo suficiente para acabar con aquel relato que se me resiste; eso sí, dependerá de si  mi vecino me deja vivir.

 

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior.

Las Cosas Buenas de Miguel      

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