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Enterrado en los ojos que un día besó (17)

Miguel Jiménez Amaro

El martes pasado, día ocho de agosto, falté a la cita, en este lugar, de ese mismo día de la semana, desde hace ya casi dos años y medio. Os voy a hablar del motivo, de los porqués, porque son dos. El primero del que echo mano es que al día siguiente, miércoles nueve, cumplía sesenta y dos años del actual calendario.

Yo vine al mundo un comenzar del día nueve de agosto del cincuenta y cinco, - aunque rezo en el registro el día veinte del mismo mes-, al acabar la misa de ocho en la parroquia del Salvador, misa de difunto en ese caso, la de un accidentado  mortal en la llamada guagua del Club Deportivo Mensajero, allá por el Dos de Copas, entre Las Manchas y Fuencaliente.

Para festejar esta celebración, con medio centenar de amigos, familiares y Hermanos, me estuve preparando una semana entera, estuve concentrado, hasta el punto, de que no encontré lugar para hacer lo más que me gusta en este tramo de mi vida, probablemente el más intenso, -el de mi transformación personal- , escribir, que se me ha hecho tan necesario como respirar.

Hay otra razón, por eso hablé de dos porqués. Explicar esta razón me va a costar un poco más que lo que me costó la anterior. No me voy a apagar por ello, como el cabo de una vela, más bien, voy a hacer todo lo contrario, encenderme más aún, pues cuando más oscura es la noche del alma, más tiene que iluminar la vela.

Todos los personajes de los que yo hablo en mis relatos son realidades, tan reales, como la vida misma. Hasta tal punto de reales que paseamos juntos, mantenemos largas tertulias, vemos películas, escuchamos música y cantamos, nos enviamos washap, salimos de viaje, nos escribimos por mails, bebemos y comemos juntos, y un sinfín de cosas más de las que se hacen a diario en este siglo veintiuno que corre.

Todos ellos, mis personajes, me confirmaron la asistencia a la fiesta de mi cumpleaños, justo con una semana de antelación, excepto Sor Ácrata, que me llamó, indignada, por teléfono, para decirme de lo alterada que estaba conmigo por no citarla yo más veces en mis relatos, -Enterrados en los ojos que un día besó…- , por no dar yo cuenta en mis escritos de su reconocimiento mundial, libros, películas sobre su vida, calles de cualquier ciudad por donde quiera que ella hubiere  pisado, placa en la casa en donde nació, en las que vivió, en donde estudió, en los institutos en los que dio clases, sillones de todas las academias, y más. ¡Ay Sor Ácrata! ¡Ay vanidad de vanidades! ¡Cómo es que fui a dar yo contigo, o tú conmigo! ¿Para qué tanta vanidad si al final todos nos vamos al cementerio? ¡Donde nadie vale más que nadie!

Me colgó el teléfono Sor Ácrata, -sin dejar que le respondiese- , diciéndome que de ninguna manera  vendría a mi cumpleaños y que el resto de mis personajes hicieran lo que les daba la real gana. La verdad es que yo tampoco tenía muchas ganas de responderle, o que viniese a mi cumpleaños, pues el ego de Sor Ácrata no tiene medicina, es algo que la anda devorando sin cesar, pues cada vez necesita un trofeo, o reconocimiento, mayor, y más y más acólitos. Es algo a lo que estaré negado de por vida con ella.

Pensé en el resto de mis personajes, que iban a pasar ese día conmigo, y me mantuve firme en la idea de no venir a visitar el teclado desde donde escribo. Estuve toda esa semana pensando en mi madre, en cómo había vivido la última semana previa a mi alumbramiento. En la conversación que un día tuvimos ella y yo sobre cómo había sido el parto mío. Me contó que casi la “mato”, pues yo no quería salir; que fue un parto de un montón de horas, y que encima, mi abuelo, practicante, no estaba en casa para atenderla.

Hoy, unos días después de la efeméride de mi nacimiento, mis dedos han pensado por si solos, y me han traído a esta máquina de escribir del futuro. ¡Que lejos se quedaron aquellos otros  cacharros! Creo que ya nadie tiene una máquina de escribir ¡Con el cariño que les tenía! Hoy las tengo en Las Cosas Buenas de Miguel como piezas de decoración. Entre ellas, estas antiguallas, está la máquina de escribir, una Olympia Traveller, en la que, - ¡Vuelta con mi madre!-, mi madre se preparó una oposiciones y en la que más tarde aprendí yo a escribir

Y ahora, nos vamos a donde estábamos hace dos semanas, a  La Carmencita, en la calle La Libertad de Madrid, al treinta de diciembre de 1971 por la noche.

Billy, que iba mirando para el suelo, al intentar abrir  la puerta de La Carmencita, encontró resistencia en la manilla, una especie de forcejeo. Billy, que quería salir de La Carmencita, y Constantine, que quería entrar con Maguisa y Mikel Norel.

Venían de Italia, y estaban de paso para La Palma. Era el primer viaje de regreso que iban a realizar a la isla que los parió después de haber estado seis años viviendo y rodando películas en Roma. Los tres se habían consumado como actores de reconocimiento internacional. Desde Barajas bajaron al Palace, en donde sintieron la misma llamada que El Chivato Tántrico, Ninnette, Lissette, El Charro, y su mariachi, soltar las piernas un poco después de unas horas de avión.

Constantine soltó la perilla de la puerta, dejó que la puerta se abriera para dentro y que saliese cabizbajo Billy a la calle La Libertad, nombre, el de la calle, que no le venía bien a Billy. No conjuntaba con sus palizas y torturas a aquellos que cuestionaban el franquismo.

El inspector González Pacheco tropieza con Maguisa y cae al suelo encima de ella, en la mismísima postura sexual del misionero. Maguisa siente una dureza en su vulva. Su instinto atávico le hace decir a Billy que se mueva. Billy, que cree que lo que le está ocurriendo es un sueño, reconoce a su venerada actriz palmera de la que ha visto todas sus películas, le hace caso. Maguisa, pese a haber ropa por medio, sigue sintiendo la dureza que lleva Billy en sus pantalones, y que aquella dureza le estaba tocando una zona no conocida por ella en sus Montes de Venus. Maguisa, después de tantos años ininterrumpidos de práctica sexual masiva,  recibió por primera vez el regalo del Agua Sagrada de Ruanda. Billy no entendía nada. Seguía creyendo que estaba en un sueño. Maguisa le preguntó a Billy cómo la podía tener tan dura, pues la sintió a pesar de la ropa de ambos. Billy le respondió a su diosa palmera del celuloide que no era su miembro con lo que ella se encontró en su vagina, que era su pistola, pues él, en la vida real, como Constantine en sus películas, era detective, pero de rojos terroristas.

Billy, que ya reconoció que no estaba en un sueño, se incorporó y ayudó a levantarse a Maguisa. Le pidió un autógrafo y se disculpó por que se tenía que ir. Hizo lo mismo con Constantine y Mikel Norel. Les confió que era un fans de ellos y que no se perdía ninguna película, que las había visto todas en el mismo día en que las habían estrenado.

El inspector de los ojos saltones les dio la espalda en aquella noche cerrada y se dirigió moviendo sus manos de karateca cruel por la calle La Libertad hacia las celdas colmas  de la Brigada Político Social (BPS) de la Dirección General de Seguridad en Sol. Algún rojo que estuviese en aquellos calabazos llenos  tendría que pagar con sangre caliente el desaguisado ocurrido en La Carmencita.

Maguisa, que le había quitado, sin darse cuenta, a Billy su pistola, se la metió entre sus bragas, miró a los ojos de Constantine  y le comentó que aquel placer que había experimentado hacía un momento no le había ocurrido nunca, en ninguna de las largas e interminables  filas de jabatos a los que arrastró,  y que de medio cuerpo para abajo estaba totalmente mojada, húmeda. Constantine, el detective clarividente, el que se adelanta a los casos y a las soluciones, le respondió que dentro de La Carmencita estaban las personas que le iban a explicar el milagro que le acababa de ocurrir.

Gracias Mamá, por haberme traído al mundo aquella mañana, por aquella máquina de escribir Olympia Traveller, por hacer que ame la literatura, y por todo lo demás, que no es poco.

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