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¿Vuelve acaso el agua que se fue?

Lucía Rosa González

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¿Adónde irá el agua que se marcha? ¿Vuelve la que se fue? Todo es agua. Somos agua. Nosotros la miramos de lejos, pero quienes vivieron en el pasado, en esta tierra baldados por la sed, aún oyen el trajín de los pipotes. Eran años de escasez. En época de lluvias, el agua se recogía en los aljibes procedente del tejado o de los caminos. Pero la gente de Las Manchas, que carecía de aljibe, tenía que ir en busca de agua con cántaros a las fuentes de los montes, a la Cajita del Agua o a donde hubiera. Hasta la construcción del Chorro de la Ermita a principios del siglo pasado. No por ambición sino por necesidad, el vecindario acudía a diario a buscar el agua que, como si fuera zumo, dada su carencia, desde 1937, se racionaba por envases según la gente que conviviera bajo el mismo techo; se incrementaba si había alguien enfermo. Se cargaba en pipotes, garrafones, barriles, cuartones y medios. Tempranito, se llevaba en baldes, bien en la mano, bien en la cabeza; podríamos afirmar que nuestras cabezas no criaban telarañas.

Como era poca y el chorro menguaba, durante horas la gente esperaba en la cola del racionamiento si es que la noche anterior no había guardado el turno con un cántaro; mantener la calma bajo el solajero era incómodo, y aunque los abanicos de palma ventilaban el aire no se descarta alguna discusión. Pero también chistes y carcajadas. La gente de los Cuatro Caminos tenía su propio chorro del que se abastecía. La gente del Paraíso y de Jedey, quienes también tenían chorro, llegaba a San Nicolás en sus burros. La transportaban en un cuartón, tonel de treinta litros, o en pipotes amarrados a las albardas; a falta de burros, la acarreaban en la guagua, en la destartalada Cucaracha, dueña nostálgica de nuestros recuerdos, vibrándoles el cuerpo con el ronquido retumbante del motor; esa vieja guagua pensativa que nos dejaba estancados a mitad de camino y cuya palanca de cambio de marchas blandía estupefacto el chófer en el aire como un trofeo. El agua se llevaba en garrafones cerrados con un tapón de corcho, envuelto en ocasiones en papel vaso para evitar el goteo con el traqueteo de esta guagua entrañable al pasar por los hondos baches de la carretera.

O en el camión de alguien conocido o a pie con el garrafón o el barril a la cabeza. Cuántas veces este goteo intermitente del mimbre que envolvía el garrafón mojaba no solo la toalla que enrollada hacía las veces de almohadilla o muelle, sino que chorreaba cabeza abajo: empapadas hasta las alpargatas y el agua lamiéndonos los ojos engurruñados. Éramos agua. Con las rodillas magulladas en las piedras del camino porque no se soltaba el garrafón ante un tropezón. Lo primero es lo primero. En grupos, sobre todo de chicas, pues eran preferentemente las mujeres quienes se encargaban de este trasiego. En un turno por casa, se anotaban con rayas en un cuaderno los viajes de agua que correspondían a la familia al día; y quien no podía cumplir con su turno de repartidor, pagaba una peseta a alguien para que lo sustituyera de la mañana a la noche, de no comunicarlo se le multaba con cinco pesetas. Ya tarde el chorro se blindaba bajo candado; algún encargado del ayuntamiento se ocuparía del cierre.

Esa agua que se almacenaba en un bidón o tinajas grandes si es que sobraba. Para beber se enfriaba en el porrón o se destilaba en una pila que hacía de filtro e iba a dar a una tinaja cuya boca se cerraba con un plato de latón pintado de esmalte blanco con un vivo azul en el borde, sobre el que boca abajo descansaba el jarro por el que todos bebíamos. Agua desinfectada mediante piedras de azufre en el interior de la talla. Fresquita, vigilada por helechos de un metro sin ser menester una nevera para enfriarla. No había nevera. La luz eléctrica brillaba por su ausencia. Lo mismo que la ducha; el baño se hacía bajo el pitorro de una regadera en el cuartucho reservado a la pileta o en cualquier pajero dentro de la palangana, y el agua sobrante iba para las dalias y las begonias. Nunca se malgastaba; la primera agua de fregar la loza se aprovechaba de comida para el cochino; la del aclarado se reutilizaba para lavar los pies.

De secano eran las papas y los boniatos, cómo se les podía echar una gota de agua si no había tuberías. Estas se instalaron más adelante con el agua procedente de los manantiales de la Caldera y de las galerías que se perforaron a partir de la sequía del año 49. Fue época de barrenos y el agua procedente de la Caldera, que algunos arrendaron por derechos, se almacenó por el ayuntamiento de El Paso en dos depósitos debajo de la plaza; la gente celebraba no solo que ya no había racionamiento, sino que la plaza de tierra se cubrió de baldosas (idóneas para el bailoteo las noches de verbena): el depósito de la izquierda para los vecinos de carretera abajo; el de la derecha, para los de carretera arriba; el dornajo o abrevadero del centro para los animales.

Pero el agua merma. Y los pájaros y los saltamontes.

Porque llueve poco o casi nada. Los meteorólogos leen el cielo con honradez pero sus predicciones son como horóscopos, parece que van a suceder aunque pronto se esfuman, las nubes se escabullen; los anticiclones rigen la atmósfera. Y la escasa agua está empantanada junto con la política de gestión de aguas en el fondo de los pozos privados, no en embalses o presas. ¿Quién la mueve? Los propietarios son los que tramitan el trasiego, ¿hasta que se escurra la última gota? No se han previsto remedios para aliviar la isla de las desgarraduras imprevisibles de un acelerado cambio climático que menoscaba las plantas y el ganado, recursos relevantes del sector primario. Ojalá el mar no se distraiga, no se enturbie ni desaparezca para que nos sosiegue y nos dé peces y agua desalinizada.

¿Vuelven acaso las cosas que se van? Lo que se dice vivir, solo vivir no nos basta. Bregar, navegar sin sed. Porque está claro que solo si le echamos agua, el alma da una flor. Y ser flor es hermoso.

Lucía Rosa González

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