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La maternidad negada: una deuda global con las víctimas de adopciones forzadas
A lo largo del siglo XX y en distintos contextos culturales y políticos, decenas de miles de mujeres fueron obligadas a entregar a sus hijos recién nacidos, víctimas de un entramado institucional de violencia moral, social y jurídica que negaba su derecho a la maternidad. El reciente informe del gobierno de los Países Bajos, que reconoce la coacción ejercida sobre más de 14.000 mujeres solteras para que entregaran a sus hijos en adopción entre 1956 y 1984, no es un hecho aislado. Al contrario: pone de relieve una realidad mucho más amplia y profundamente arraigada en sistemas patriarcales, autoritarios y confesionales que han vulnerado de forma sistemática los derechos reproductivos y familiares de mujeres en todo el mundo.
En este caso, el Estado neerlandés ha admitido su responsabilidad por haber creado una estructura social y legal que desamparaba a las madres solteras, las criminalizaba por su estado civil y las forzaba a entregar a sus hijos bajo presión psicológica y sin información adecuada. La complicidad de instituciones religiosas, profesionales de la salud y autoridades estatales fue clave en la construcción de un sistema que, durante décadas, consideró que estas mujeres no eran aptas para criar a sus propios hijos.
Casos similares han sido documentados y reconocidos en diversos países. En Australia, el gobierno se disculpó oficialmente en 2013 por su implicación en la adopción forzada de más de 150.000 niños entre 1951 y 1975. Mujeres jóvenes, solteras y muchas veces institucionalizadas, eran separadas de sus hijos al nacer, sin su consentimiento informado, en una práctica que se extendió por todo el país con la connivencia de hospitales, iglesias y organismos públicos.
En Canadá, las denominadas Sixties Scoop representaron un proceso sistemático mediante el cual miles de niños indígenas fueron arrebatados de sus familias y comunidades desde los años 60 hasta los 80, con el objetivo de integrarlos en entornos blancos y cristianos. Esta práctica, además de racista, fue profundamente destructiva para las comunidades indígenas y su transmisión intergeneracional de cultura e identidad.
En Irlanda, el escándalo de los Mother and Baby Homes —revelado con crudeza en la década de 2010— mostró cómo mujeres solteras embarazadas eran confinadas en instituciones dirigidas por órdenes religiosas, donde sufrían abusos, negligencia y, en muchos casos, la pérdida de sus hijos mediante adopciones ilegales o coaccionadas. Muchas de estas mujeres fueron marcadas socialmente de por vida, y sus hijos crecieron sin conocer su origen ni su historia.
En Argentina y Chile, durante las dictaduras militares, la apropiación de bebés alcanzó dimensiones criminales: en Argentina, los hijos e hijas de personas desaparecidas fueron entregados a familias afines al régimen, con falsificación de identidad y documentos. A través del trabajo incansable de las Abuelas de Plaza de Mayo, más de 130 personas han recuperado su identidad. En Chile también se han documentado miles de casos de adopciones irregulares, muchas de ellas con destino internacional, durante la dictadura de Pinochet.
España, por su parte, representa uno de los casos más prolongados y sistemáticamente ocultados de apropiación de menores en Europa. Desde la posguerra franquista y hasta bien entrada la década de 1990, miles de bebés fueron robados a mujeres solteras, pobres o consideradas “impropias” para la maternidad. En muchos casos, se les informaba falsamente de la muerte de sus hijos y se falsificaban certificados de defunción. Médicos, religiosas, abogados y funcionarios participaron en esta red clandestina, que en realidad fue una estructura institucional tolerada e incluso promovida durante décadas. A diferencia de otros países, el Estado español aún no ha reconocido de forma oficial estos hechos ni ha puesto en marcha mecanismos eficaces de verdad, justicia y reparación.
Frente a estos hechos, la respuesta global ha sido desigual. Algunos gobiernos, como el australiano, el argentino o el neerlandés, han asumido responsabilidades mediante disculpas públicas, creación de comisiones de la verdad y programas de búsqueda de orígenes. Otros, como el español o el irlandés, han avanzado tímidamente, condicionados por la presión de las víctimas y el peso de instituciones como la Iglesia católica, que en muchos casos se ha negado a abrir sus archivos.
No obstante, la deuda sigue siendo inmensa. La apropiación de bebés y las adopciones forzadas no fueron meros excesos del pasado: fueron crímenes con un impacto multigeneracional, cuyas consecuencias aún se sienten en la vida de las personas separadas de sus madres al nacer, de las mujeres que fueron forzadas a parir en condiciones de castigo y vergüenza, y de las familias que, durante años, han vivido en la incertidumbre o la mentira.
Urge que la comunidad internacional reconozca estas violaciones como parte de un patrón de violencia institucional basada en el género, la clase social, el origen étnico y la ideología política. Es necesario impulsar una respuesta coordinada entre Estados, que incluya la eliminación de la prescripción de estos delitos, el acceso pleno y gratuito a archivos, la implementación de bancos de datos genéticos y el acompañamiento integral a las víctimas. Además, las disculpas institucionales deben ir acompañadas de medidas de reparación simbólica y material, así como de procesos educativos que incluyan esta memoria en los relatos nacionales.
El derecho a conocer el propio origen, a reencontrarse con la historia personal y familiar, y a ser reconocido como víctima de una injusticia histórica, no puede depender del país donde se haya nacido. Esta es una cuestión de derechos humanos fundamentales.
La verdad no entiende de fronteras. Y la justicia, si aspira a ser tal, debe ser también global. Porque el silencio y la impunidad son igualmente dolorosos en Ámsterdam, en Buenos Aires, en Sídney o en Madrid. Ha llegado el momento de saldar esta deuda moral con quienes han vivido toda su vida buscando respuestas. Y con quienes, aún hoy, siguen esperando ser escuchados porque la verdad no prescribe y la dignidad tampoco.
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