LAS HACIENDAS HISTÓRICAS DE TENERIFE/3
El vino, la principal fuente de riqueza de Tenerife en los siglos XVII y XVIII

Casas de la Hacienda del Vizconde, en Icod de los Vinos. La construcción se inició a finales del siglo XVI. (Proyecto Haciendas (ULL)

Luis Socorro

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La industria del vino y su consumo han experimentado un auge en España en el primer cuarto del actual siglo XXI. En Canarias aun se nota más, como muestran las estadísticas, y vive un momento de expansión: las bodegas y el cultivo de las vides se han modernizado, se ha profesionalizado el sector y se han abierto nuevos canales de comercialización. La consecuencia es un salto sustancial de calidad. Sin embargo, el periodo de máximo esplendor del vino se produjo hace 400 años, en los siglos XVII y XVIII, gracias a las haciendas del norte de Tenerife. En aquella época, las hectáreas dedicadas al cultivo de la vid eran más del doble que en la actualidad y el comercio del vino suponía, en 1802, el 43% de la economía agropecuaria de la Isla. Esa riqueza, sin embargo, estaba en manos de la aristocracia, mientras que los campesinos, “los santos inocentes” como los ha denominado el historiador Miguel Ángel Clavijo, vivían en la pobreza. Estos datos lo sabemos gracias  a La Ruta de las Haciendas: un recorrido por el paisaje cultural de las antiguas haciendas vitícolas del Norte de Tenerife, una investigación realizada por un equipo multidisciplinar de Historia Moderna de la ULL, liderada por Juan Ramón Núñez Pestano.

La primera estadística económica en Canarias es de Escolar y Serrano del año 1802, “que nos permiten conocer el producto bruto agrario de Tenerife y de Canarias -no hay datos de ganadería- y el producto bruto derivado de la fabricación de vinos y aguardientes”, ha explicado a Canarias Ahora-elDiario.es el historiador Núñez Pestano. El PIB agrario en el Archipiélago era de 28.738.500 reales de vellón, de los cuales 15.106.150, más de la mitad, correspondían solo a Tenerife. En esa fecha, la producción era de 24.846 pipas frente a las 9.350 de 2020. Una pipa equivale a 480 litros.

Los historiadores de La Laguna afirman que las mejores cosechas llegaron a generar “un volumen de 30.000 pipas anuales. La hacienda Los Príncipes, en Los Realejos, en el año 1699, llegó a producir 999 pipas de vino, en su mayor parte malvasía”. Con este nivel de producción y con las ganancias que generaba la exportación del vino, en la segunda mitad del siglo XVII la hacienda vitícola se había convertido en la principal fuente de riqueza de la aristocracia insular. Es en esa época cuando “se consolida el término hacienda”, señala Núñez.

La estadística de 1802 “nos permite saber que la comarca con mayor producción era el partido de Taoro -en realidad la zona comprendida entre El Sauzal y Los Realejos- que producía por entonces el 47% del total del vino de la Isla y el 41% del aguardiente, en tanto que los partidos de Aguere-Güímar y de Daute producían cada uno una cuarta parte del total”. La producción en los pueblos de la comarca sureña de Abona-Adeje era del 4%, mientras que en Guía de Isora, en el oeste, “apenas si aportaban un 1% del vino y aguardiente producido”. Por esos años, la superficie cultivada destinada al viñedo se calculaba en unas 11.927 fanegadas de terreno -6.259 hectáreas-. Esta cifra es algo más del doble de la superficie cultivada de viñedos en la actualidad.

La propiedad de la tierra

La propiedad de la tierra y de los medios de cultivos, principalmente las fuentes de agua, está documentada en todo el Archipiélago: estaba en muy pocas manos. Si estos terratenientes conformaban la aristocracia tras la Conquista, la mayor parte con títulos nobiliarios, con el floreciente comercio del vino su riqueza y su poder se expandieron.

Hasta la segunda mitad del siglo XIX, detalla María Eugenia Monzón Perdomo, una de las tres doctoras de la ULL que han coordinado la investigación, “las grandes haciendas pertenecían a las familias terratenientes de la época moderna, que usualmente las transmitían en forma de mayorazgo. Hasta la segunda mitad de aquella centuria no comenzó el proceso de fragmentación y división hereditaria de los patrimonios rústicos acumulados por esas grandes familias. A partir de finales del XIX y comienzos del XX, vemos como esas propiedades o bien se dividieron entre los miembros de las familias o bien pasaron a manos de una burguesía de nuevo cuño surgida del mundo comercial y de la agricultura, aunque también cambió de manos a favor de otras grandes familias terratenientes procedentes del Antiguo Régimen”.

Junto a la gran propiedad vitícola, añade la doctora Judit Gutiérrez de Armas,  “existía también una pequeña propiedad campesina, en manos de simples labradores o jornaleros que también dedicaban sus tierras al viñedo, aunque esta pequeña propiedad, por lo general, se limitaba a terrenos de secano y no tenían acceso a los caudales de riego que habían sido monopolizados por los grandes propietarios desde el siglo XVI”.

Además de documentar todos los detalles sobre la propiedad y su evolución de las 82 haciendas investigadas durante cuatro años y sobre el negocio vitícola, los historiadores también han profundizado en las condiciones de trabajo de los campesinos. La hacienda vitícola, explica Juan Ramón Núñez, “se explotaba tradicionalmente con mano de obra asalariada, que se contrataba por días -peonadas- y cuyo salario era mixto, en especie –trigo fundamentalmente- y dinero. Las labores estacionales del viñedo requerían grandes cantidades de mano de obra, de manera que la hacienda necesitaba durante algunas temporadas de grandes cuadrillas de trabajadores y, a veces, empleaba mujeres para algunas labores, como la de levantar la viña”. Las mujeres, según los datos contrastados en los archivos consultados, “cobraban un salario menor que el de los trabajadores varones”.

El mayordomo de la hacienda dirigía las tareas agrícolas, se encargaba de la contratación del personal, de abonar los jornales y de cuidar de la bodega, “dando cuenta al amo del estado de las operaciones, aunque las cuestiones más relevantes, como la venta de los vinos y las negociaciones con los mercaderes que compraban la cosecha, eran una cuestión del amo”. El omnipresente amo (ver capítulo 2º).

Aparcería y medianeros

En el transcurso del siglo XVIII surge la aparcería como forma de explotación de las haciendas. Una de las razones es la acumulación de varias haciendas por parte de los hacendados y otros negocios de la minoría pudiente; la consecuencia es la figura del medianero. Esta persona, esencialmente un hombre, y su familia “se hacían cargo del trabajo y de la mitad de los costes y se quedaba con la mitad de la cosecha”. Generalmente mayordomos o medianeros, según desvela la investigación

La Ruta de las Haciendas: un recorrido por el paisaje cultural de las antiguas haciendas vitícolas del Norte de Tenerife, “eran empleados sin seguridad jurídica, de manera que eran reemplazados frecuentemente por los amos que solían mantener una gran suspicacia hacia sus empleados. En todo caso, los amos solo acudían con cierta regularidad a aquellas haciendas situadas cerca de los núcleos urbanos donde residían habitualmente, trasladándose a la hacienda, en todo caso, para presidir la festividad del patrón o supervisar la vendimia. La conversión de algunas haciendas alejadas en espacios de recreo y sociabilidad es un fenómeno, como pronto, del siglo XVIII”.  

En las haciendas, aparte del mayordomo o de algunos medianeros, “no vivían los trabajadores, pues los amos no permitían el establecimiento de población permanente dentro de los límites de su propiedad”. El desarrollo de núcleos o pequeños enclaves de población dentro de los límites de la hacienda “es un fenómeno contemporáneo”, puntualiza el doctor Núñez Pestano.

De aquellos tiempos de esplendor vitícola, entre mediados del XVI a finales del siglo XVIII, además de algunas haciendas en estado ruinoso, se conservan otras mansiones que fueron ampliadas en algunos casos y se convirtieron en auténticos palacetes. Media docena de ellas han sido declaradas Bienes de Interés Cultural (BIC), otras están incorporadas a los conjuntos históricos de los pueblos de Buenavista, Garachico, La Orotava, Tegueste y Tacoronte. De forma individual, detalla el doctor Núñez, “tienen el reconocimiento de BIC las haciendas de La Quinta Roja y El Lamero (Garachico), Los Príncipes (Los Realejos), San Nicolás (Puerto de la Cruz), Casa de Carta (La Laguna) y Las Palmas de Anaga (Santa Cruz)”.

Otras reliquias históricas que le han ganado la batalla al devenir del tiempo son algunos de los lagares de las antiguas haciendas. “Lo más emblemáticos”, afirma la doctora María Eugenia Monzón, “y que se conservan en su ubicación primitiva son los dos lagares de la hacienda Casa del Patio, en Santiago del Teide, hacienda que perteneció a los señores de la Villa de Santiago, y la pareja de lagares de la hacienda Los Jardines de Castro, en Los Realejos, que perteneció a la familia Bethencourt y Castro”. La hacienda Casa del Patio, hoy convertida en hotel rural, “no la incluimos en nuestro estudio” porque Santiago del Teide, en el oeste de Tenerife, está alejado de las rutas del norte que se proponen como patrimonio mundial (ver capítulo 1º).

Conflictividad social

Lo que sí se incluye en la investigación realizada por el equipo de Historia Moderna de la ULL son episodios de explotación, desahucios y conflictos sociales. Si las condiciones de vida de los campesinos no les permitían salir de la pobreza, la situación empeoró “por la pérdida de mercados internacionales para los vinos de Canarias y el consecuente descenso de los precios en el mercado exportador”. Los terratenientes aplicaron una política de reducción de costes. “Los resultados de esa estrategia en la explotación de las haciendas durante el siglo XVIII fueron una notable pérdida de rendimiento de los viñedos. En un informe del alcalde real del Realejo de Arriba de 1790, sobre la escolarización de los niños del pueblo, describe precisamente la relación entre la generalización de la medianería y la miseria de los jornaleros vitícolas”.

La situación social de los medianeros era realmente penosa, pues sus derechos a la tierra eran prácticamente inexistentes. Un informe de 1804 enviado al secretario de estado de Hacienda ilustra la situación: “Es de la más digna compasión, bien que sea fertilísimo el suelo que cultivan... rara vez formalizan contratos de arrendamiento con los dueños de las tierras. De aquel proviene la ciega subordinación del colono y toda su familia al propietario... [no] solamente por la amenaza del desahucio intempestivo e incertidumbre de continuar en el cultivo, sino también por no tener un fondo o capital que le pertenezca y por considerarse dependiente del capricho e impertinencias del dueño de la tierra”. 

Ante este escenario, cuentan los autores de esta investigación historicista, “los conflictos por los desahucios se convirtieron en una forma soterrada de lucha social en las haciendas canarias a partir de 1770, cuando la corona estableció el derecho de los arrendatarios a un preaviso de un año antes de la extinción del contrato. Los medianeros, considerando que su relación contractual era asimilable a la de un arrendatario, exigían su aplicación, pero los hacendados defendían la vigencia de la práctica tradicional en las islas de despedir al medianero ‘cuando hay causa para ello levantada la cosecha, sin antes hacerles ligera insinuación para precaver que sean mayores los fraude’ ”. 

La conflictividad se incrementó por la escasez de mano de obra por la emigración masculina a América en el XVIII. “En esta situación se aprecia una renegociación de salarios al alza, aunque las jornaleras cobran aproximadamente la mitad que su contraparte masculina, y también de las condiciones de la aparcería con los medianeros, quienes se perfilan como un campesinado acomodado –algunos de ellos cuentan con criados propios en sus casas y cabezas de ganado propias– que no acepta de buen grado las relaciones contractuales anteriores con los amos. 

La situación de los campesinos y de los pequeños agricultores no varió cuando el plátano colonizó el paisaje rural del norte de Tenerife y de las islas de Gran Canaria y La Palma. Sus condiciones de vida empezaron a mejorar con la llegada de la democracia a España, en el último cuarto del pasado siglo XX. El cuarto y último capítulo de Las haciendas históricas de Tenerife amplifica el perfil de un hacendado del siglo XXI y la tarea por recuperar las uvas tradicionales de la época de esplendor del vino.

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