Una historia de atropellos

Cada día que pasa se acrecienta el sonrojo y la indignación que provoca la actuación institucional de la Delegación del Gobierno -con la Policía bailando a su grotesco son- y de la Fiscalía de Canarias en torno a los diecisiete inmigrantes que sobrevivieron al accidente de una patera en Costa Teguise en el que murió un hombre y otros siete resultaron desaparecidos. Cada actuación de estos dos órganos ha ido en la línea de la vulneración flagrante de los derechos de esas personas, del descarado intento de echar tierra sobre las posibles responsabilidades exigibles al estado español, y hacia la descalificación pública e institucional de los jueces que hacen bien su trabajo.

Nada hubiera trascendido si los diecisiete supervivientes no se hubieran puesto en huelga de hambre en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Barranco Seco, en Las Palmas de Gran Canaria. Sólo querían que les escucharan, que alguien conociera la versión de aquel accidente. Esa huelga de hambre activó a la juez de vigilancia de los CIE de las palmas, Victoria Rosell, la primera autoridad en escucharles, que acto seguido informó al Colegio de Abogados de Las Palmas para que estudiara la posibilidad de prestarles asistencia letrada.

Ante este gesto nada hostil, absolutamente acorde a la legislación española, a los preceptos constitucionales y a las más elementales normas de derechos humanos, la Delegación del Gobierno y posteriormente la Fiscalía de la Comunidad Autónoma reaccionaron atacando a la juez de vigilancia del CIE y ordenando la expulsión de los inmigrantes sin miramientos de ningún tipo.

Un error del juez de guardia la noche en la que los abogados de los afectados reclamaron la suspensión cautelarísima de aquellas expulsiones, generó una reacción vergonzosa de la delegada del Gobierno en Canarias. El juez Tomás Martín, en funciones de guardia, tomó del catálogo de plantillas de autos que se utilizan en la guardia uno de medidas cautelares para estos casos y olvidó sustituir la firma de la juez que lo generó, casualmente la misma que vigila el cumplimiento de la legalidad en los CIE. Y la delegada del Gobierno, sabedora del error, que fue subsanado a los diez minutos, envió una carta de protesta al presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias y al Consejo General del Poder Judicial. ¿El motivo de la queja? Muy notable y revelador de los intereses a los que sirve: que la jueza Rosell se había inmiscuido en una materia que no era de su competencia (la contencioso-administrativa, competente en la aplicación de la Ley de Extranjería). Nada dijo Hernández Bento del verdadero autor de aquellas medidas cautelarísimas, el magistrado de instrucción 3, de la misma jurisdicción que la juez objeto de la queja, luego también incompetente según la torticera visión gubernamental.

La pelotera montada pretendió ser colosal y terminó quedando en un vergonzoso ridículo de la delegada del Gobierno y sus voceros. Hasta José Manuel Soria en persona telefoneó a la Fiscalía para que actuara contra la magistrada, a la que el ministro del PP persigue desde que se enteró de que es la pareja sentimental de este periodista y desde que consideró oportuno desprestigiarla por haber investigado un caso de corrupción tan llamativo como el del concurso amañado de la hemodiálisis en los hospitales Doctor Negrín y Molina Orosa, el famoso caso Lifeblood. Un feo asunto actualmente archivado en el que estuvo encartada la esposa del fiscal jefe de las palmas, Guillermo García-Panasco.

Pero, además de la presencia de la juez Rosell tratando de hacer valer los derechos de los inmigrantes y ejercer el control de los actos de la administración, a la Delegación del Gobierno y a la Fiscalía parece haberle interesado mucho más echar tierra sobre el accidente de la patera el pasado 13 de diciembre frente a las costas de Lanzarote.

Nada peor para esos intereses que la permanencia en España de los testigos de aquel naufragio provocado, al parecer, por la pérdida de control de la patrullera de la Guardia Civil que acudió a apresar a los 25 viajeros de aquella patera. Había que echarlos a todos. Y en ese propósito se volvió a interponer la juez Rosell cuando descubrió que uno de ellos podía ser menor de edad. La ley no permite una expulsión así cuando exista la menor sospecha sobre la edad de un inmigrante, sino su custodia por las autoridades autonómicas mediante su ingreso en un centro ad hoc, un CAME (centro de acogida de menores extranjeros).

La Fiscalía se negó a reconocer la minoría de edad del muchacho, y hasta produjo dos elaborados y muy sesudos recursos contra la juez por considerar que volvía a entrometerse en competencias ajenas. Frente a las airadas reacciones de la Fiscalía, los abogados del inmigrante no hacían más que aportar pruebas de que era menor de edad.

Tampoco una certificación de la Comuna (Ayuntamiento) de Sidi Ifni asegurando que el año de nacimiento del chico era 1996 persuadió al Ministerio Público, que hasta este mismo viernes se aferraba obstinadamente en la mayoría de edad asiéndose como podía a un informe radiológico del que ni siquiera el médico que lo realizó daba garantías plenas de certeza.

Hasta que este mismo viernes el juzgado de lo contencioso-administrativo número 4 decretó la libertad del muchacho tras 21 días de cautiverio ilegal en un CIE por lo que podría incluso reclamar a la Administración española.

En un último y desesperado intento por torcer la voluntad de la justicia, la Delegación del Gobierno ordenó a la Policía que enviara al menor a Madrid para ponerlo a disposición de una ONG que se ocupara de él. Una nueva orden judicial frustró esta nueva escaramuza gubernamental.

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