“Mí menor, sostenido”

Playa de Las Canteras. (Leandro Betancor Fajardo).

Leandro Betancor Fajardo

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Una vez alcanzó el éxito el joven Milton Harmish se propuso algo que ningún pianista antes hubiera hecho: componer una pieza sólo para sostenidos y bemoles, las teclas negras que, como bien escribió su amigo el escritor Bernard Millman, interpelan a las blancas a terminar las frases. 

Invirtió horas, días, semanas. Desvelos, cigarros y whisky. Como al bueno de Mankiewitz, guionista maldito de Ciudadano Kane, la inspiración le venía para quedarse cuando aquel manjar destilado descendía desde las montañas de Escocia hasta su garganta. Y sólo así conseguía tender las notas a secar en el pentagrama noche tras noche. 

Escribía cada día tentado de bajar a pasear sus dedos por el gastado marfil de la teclas blancas, golpear un DO mayor en dos escalas, con meñique y pulgar al tiempo, pero resistía ese deseo hasta que acabar la obra empezó a obsesionarle.

¿Sin armonía qué tenía?. Creía estar armando una ecuación matemática sin solución, sólo con incógnitas y dejando desierto el espacio al otro lado del signo igual

Así que no le quedó otra que desafinar su piano, alterar el sonido de la escala central de negras y hacerlas sonar más cercanas en su caída a la nota natural de sus hermanas MAYORES. 

Siendo un piano de pared, un Steinway nada menos, tuvo que desalojar todas las fotos que tenía encima: recuerdos de conciertos memorables, recogiendo algunos premios o la del único día en que sus padres estuvieron junto a él el día de su debut con la Sinfónica de Berlín. Luego no volvió verlos juntos. 

Pero fue tan grande su sorpresa al abrir la tapa del piano que no le quedó más remedio que frotarse los ojos. 

Estaba lleno de agua. Sólo agua. Ni rastro de cuerdas, espumas o madera. Sólo agua. 

Agotado y sin pensarlo utilizó su butaca como escalera y se sumergió en aquel lago dentro de su salón. Cogió aire como lo hacen los apneistas cuando quieren batir un récord, cerró los ojos y despareció piano abajo, dando la razón a Arquímedes y rebosando todo el líquido que su volumen desalojaba sobre la alfombra. 

Al volver en sí el público seguía aplaudiendo, la mitad del auditorio estaba en pie. Se escuchaban los “Bravos” desde la platea hasta el gallinero. 

Milton, empapado en mitad del escenario y junto al piano, miró a su alrededor y volvió a ver a sus padres juntos, en primera fila, rompiéndose las manos a lágrima viva... como para llenar otro piano. 

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