A la segunda
Yendo ambos por la misma vereda era inexplicable que cada vez estuviera más cerca. Veía su espalda, la gabardina beige, el talón de sus mocasines pisando a cada paso el vuelto del pantalón. Caminaba hacia atrás mientras yo avanzaba. En cuestión de segundos ya estaba a su altura. Eran las 12 más o menos y el sol apenas proyectaba sombra en el suelo. Venía restando horas al día.
Me reveló su secreto: desandar lo andado para viajar en el tiempo.
Cuando había retrocedido dos manzanas volvió a amanecer. Lo vi salir de la cafetería llorando, prender su pipa y empezar a andar, de nuevo hacia atrás pero esta vez de lado. A la altura del número 7 de la calle volví a cruzármelo. Ya era ayer... y restando. Decía que el lunes pasado todo iba a cambiar.
Pero no cambió.
Fue consciente de su don el martes por la mañana pero no fue hasta el viernes que empezó a andar de espaldas.
Cuando llegó al domingo por la noche repensó sus palabras del día siguiente. Esta vez sí, tenía que salir bien.
Dos lunes después me lo volví a encontrar. Esta vez venía de frente, de un brazo colgaba la gabardina, del otro el amor de su vida, con unos labios tan luminosamente rojos que los conductores frenaban a su paso.
Al cruzarnos, justo frente a la cafetería, se sacó el sombrero y picando un ojo me dijo: “Funcionó”.
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