''Vamos a seguir aquí''

Para María no existen los nombres. A una mujer la llama mami; a un hombre, papi. El suyo es uno elegido al azar, para evitar que la reconozcan, entre otros, su pareja, a quien conoció una noche en Molino de Viento y que cree que ha dejado la prostitución. Esta colombiana es una de las decenas de meretrices que cada mañana, tarde y noche campan por la popular calle del barrio de Arenales, en Las Palmas de Gran Canaria, uno de los centros del oficio en la capital. El teniente de alcalde y ex concejal de Seguridad, Ángel Sabroso, anunció el martes que el Ayuntamiento planea instalar cámaras de vigilancia y multar a los clientes para evitar los ruidos de los que se quejan los vecinos. “Van a acabar con la calle”, dice María.

Yoli y Úrsula se muestran satisfechas con la decisión. “Como en Madrid y Barcelona”, exclaman al unísono. Ambas dan por hecho que esta medida disuadirá a los delincuentes y contribuirá a evitar robos o peleas en la zona. María también quiere ver en la iniciativa municipal una medida de protección para evitar abusos. “Lo he visto en la tele”, comenta, “me parece muy bien”. Cuando se le comenta que el Consistorio tiene pensado rescatar la Ordenanza Municipal de Convivencia Ciudadana que contempla sanciones para los clientes pillados in fraganti, le cambia la cara. “No van a venir”, se queja.

La norma que el actual equipo de Gobierno quiere retomar, según ha comentado Sabroso en un chat con los lectores en la edición digital de La Provincia, quedó pendiente de aplicación durante la última alcaldía de Pepa Luzardo. La edil popular fue también la responsable de la instalación de cámaras de seguridad en el Parque de Santa Catalina en 2006. Entonces, el objetivo era, precisamente, reducir el número de delitos que se producían en la zona. De momento, las que se colocarán en Molino de Viento y las calles adyacentes están pendientes de recibir la autorización de la Delegación del Gobierno, cuya solicitud presentó el propio Sabroso “hace algún tiempo”.

Para Carla (nombre ficticio), también colombiana, la presencia de dispositivos de vigilancia tampoco es un problema, pero habla con la boca pequeña al saber que el oficio corre peligro si se graba y se multa a los clientes. “Eso es mentira”, esgrime Úrsula, “nos iremos a los pisos para que no nos vean”. “Vamos a seguir aquí”, responde Yoli, colombiana, con quien comparte el quicio de la puerta de uno de los bajos de neón rosa que se suceden a lo largo de la calle. “Siempre habrá clientes, y si no estoy yo, estará otra”, matiza.

El derecho a la intimidad no es una cuestión de debate para unas mujeres cuya privacidad se reduce, en ocasiones, a un bidé. El temor es que el flujo de hombres que buscan compañía se recorte aún más. No son buenos tiempos para el negocio. María ni siquiera confía ya en los primeros de mes. “Mira cómo está la calle”, dice a las 19.00 horas. Trabaja martes, miércoles y jueves hasta las 3.00 del día siguiente. Por las tardes, la mayoría de las chicas ha desaparecido y muchos locales optan por abrir cuando se acerca la caída del sol. Úrsula lo confirma. Tras seis años trabajando en la capital grancanaria ha notado el bajón, aunque mantiene que ni se marcha de la ciudad ni deja el trabajo. “Me saco más que en mi anterior trabajo y no se la tengo que chupar a mi jefe”, dice.

La argentina, diplomada en Relaciones Laborales, tiene muy claro que sus derechos no los pueden tocar. “No me pueden multar por estar aquí”, puntualiza, “y si lo hacen, les planto un recurso”. Por eso se queda con la parte positiva y rentable: “Que dejen de atracar a los extranjeros, que ya no quieren venir”.

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