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Ciudad destino

Indra Kishinchand López

Tengo una amiga al otro lado del mundo con nombre de ciudad italiana y descendencia del mismo país que me contó que en Francia existen máquinas expendedoras de relatos cortos en algunas estaciones de tren. Ella, que es fan de Cortázar y de cualquier palabra que remueva la conciencia, supongo que me lo contó imaginándose en uno de esos trayectos y tropezando con el mismo sentimiento que solo el escritor argentino es capaz de causarle.

Esos Distribuidores de Historias Cortas del país galo de los que me habló funcionan como una máquina expendedora. El lector elige un relato en función del tiempo de lectura de las historias: uno, tres o cinco minutos y al instante aparece un pedacito de papel con el texto correspondiente. Así de fácil. Así de simple se llega a un corazón desgastado de tanta existencia. Esta no es más que otra confirmación de que los viajes siempre vienen cargados de magia en las entrañas. Da igual el tiempo que se pase en un autobús, un tren o un avión, todo lo que sucede en ese periodo parece más intenso, más auténtico. También las palabras.

Fue precisamente en un aeropuerto la última vez que vi a mi amiga, la fan de Cortázar y lectora insaciable. Después de compartir miles de recorridos durante un año tuvimos que andar el de la despedida, y también entonces se magnificaron los verbos, pero, sobre todo, los silencios. Porque como en los relatos cortos de París y Burdeos lo más importante de aquellos momentos no fue lo que nos dijimos, sino lo que sabíamos que significaba; que un océano no rompe una amistad, que la distancia solo la crea quien no es capaz de sacrificarse y que lo que unen los libros solo lo destruye el destiempo.

Ahora hemos corroborado esos pensamientos y a falta de máquinas expendedoras de cuentos nos conformamos con jugar a ser poetas a través de una pantalla. Ese es nuestro modo particular de aliviar los kilómetros y la desgana, el anhelo de cerveza como remedio para (casi) todo y de jueves en los que desaparece el calendario.

Estoy segura de que cada uno tiene su método. Para qué, no lo sé. Cuál, tampoco. Espero que lo descubran como hicimos nosotras, a base de estanterías llenas de recuerdos, de barcos y aviones de papel grabados a fuego, de caminos hacia ningún lugar. Así fue como nos dimos cuenta de que la distancia real no es la nuestra, sino la de quienes se miran a los ojos con el reproche en la garganta, la de los señores que nunca viajan si no es aislados, la de los políticos que renuncian por miedo. En aquel momento de la despedida, aunque ninguna de las dos lo dijera, de algún modo ambas renunciamos al miedo de sobrevolar un océano.

Todo sea por mil relatos más.

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