Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Afectos tóxicos a la sombra del 20N
Ayer, caminaba tranquilamente con mi marido por una calle de Santander y, sin venir a cuento, un joven con estética militar se paró ante nosotros, me miró amenazante y se golpeó varias veces el pecho, en señal de patriotismo rancio y machirulo, con esa combinación de necedad y violencia que comparten las manadas del Frente Atlético, los caspo-fascistas de España 2000 o los matones de Desokupa.
Su violento gesto me devolvió a la década de los 90, a mis años de universitaria en un Madrid en el que descubrí que el fascismo se pavoneaba los 20N con cobertura policial. Noviembre era un mes extraño. En 1992, un 13 de noviembre, Lucrecia Pérez, migrante dominicana, fue asesinada en las ruinas de la discoteca Four Roses por un guardia civil y tres menores neonazis. Aquel fue el primer asesinato reconocido judicialmente en España como crimen racista y mostraba la presencia de elementos de ultraderecha dentro de las fuerzas de seguridad. Un 11 de noviembre de 2007, Carlos Palomino, un joven antifascista, era apuñalado por Josué Estébanez, soldado profesional. Fue la primera vez que la justicia española aplicaba el agravante de motivos ideológicos en una condena. Más que una fecha de celebración en una democracia sana, noviembre ha sido hasta la fecha el mes de la exaltación ultraderechista.
Sabemos de sobra que sin memoria estamos condenados a la repetición de lo peor y en las cercanías de otro 20N, como si de un bucle se tratara, siento que el ambiente me vuelve a recordar a aquellos noviembres, con el mismo obsceno exhibicionismo antidemocrático nazifascista sin que nadie tome cartas en el asunto, fuera de las intervenciones de la sociedad civil organizada —como el loable trabajo en Cantabria de Las Calles contra el Fascismo—. Este año, una veintena de actos harán la apología del régimen de Franco, y se ha invitado al 20N en Madrid a la bisnieta de Mussolini. Una asociación nazifascista de Santander hizo lo mismo hace un par de meses con miembros de la italiana Casa Pound, asociación antiinmigrante, anti-LGBTIQ+ y anti-romaní condenada en múltiples ocasiones por actos violentos.
Si bien, en protección de la libertad de expresión, no es del todo ilegal defender ideas franquistas o nazifascistas siempre que no haya discursos que humillen a las víctimas ni inciten a la violencia o al odio —aunque, ¿de verdad es eso posible?—, debería haber una estricta vigilancia de la peligrosidad de un ecosistema ideológico en que el odio es estructural y, desde luego, una persecución y prevención de actos violentos que cada vez son más comunes y no reciben el mismo tratamiento que cualquier mínima expresión de violencia por parte de la izquierda. Si el lanzamiento de objetos explosivos e incendiarios en la sede del PSOE hubiera sido llevado a cabo por jóvenes de izquierdas ante una sede del PP o la ultraderecha, llevaríamos meses hablando de terrorismo radical, violencia extremista y hasta banda armada, y la alarma social desde luego sería muy superior.
La investigación de los hechos en aquel acto de memoria democrática ha hallado vínculos de los presuntos culpables con la Falange y han hallado fotos en la que realizan saludos fascistas. Se trata de un caso de violencia política, propio de un terrorismo de baja intensidad, orientado a intimidar y desactivar actos de memoria democrática, aunque está por ver la resolución judicial y cómo afecta esta a los colectivos a los que los culpables pertenezcan. En España es legal, entre otra quincena de asociaciones ultras, “Devenir Europeo”, un grupo que reivindica el legado de Hitler, registrada como asociación de carácter histórico. La laxitud con presuntas ideologías que no son más que una expresión de odio es preocupante.
La derecha extrema está subiendo la intensidad en su violencia: al ya mentado ataque a la sede del PSOE, súmese el ataque con cóctel molotov a la sede de Podemos en Cartagena, los dos cócteles molotov lanzados a un centro de menores migrantes de Monforte de Lemos (Lugo), ataques de neonazis encapuchados a la Asociación de Vecinos Dr. Fleming de Coslada (Madrid)…son síntomas claros que aconsejan dejar de hablar de mera ‘polarización’ y empezar a analizar cuánta violencia, tanto práctica como discursiva, es admisible en una extrema derecha que se expresa de formas tan agresivamente antidemocráticas.
Esta violencia física, por cierto, no se entiende sin la cobertura y el carácter seminal de la violencia simbólica de la ultraderecha digital, que no solo simplifica conflictos y emocionaliza los debates: convierte al adversario en enemigo y fomenta el odio como actitud pretendidamente política. La ristra de insultos a Sánchez, por ejemplo, con la que llevamos conviviendo desde aquel “felón” del malogrado Pablo Casado, no es cualquier cosa: nos acostumbra al acto de insultar en política, a considerar natural la agresión verbal, y la repetición constante de expresiones despectivas y humillantes crea un hábito intolerable: de ahí a la violencia y la agresión física hay ya un paso.
Ruidosos, ansiosos de poder, individualistas y bastante enemigos de los marcos racionales y morales bruñidos durante siglos de pensamiento, hay una fachosfera extrema que ofrece mucha bilis y libertad para ofender, que genera un tipo de contenido que, de la mano de la magnífica serie de Leticia Dolera “Pubertat”, podemos entender hasta qué punto puede confundir a nuestros hijos e hijas. Es una nube tóxica de la que convendría proteger a los menores y a la que nunca hay que responder en redes sino bloquear o, en caso de que proceda, denunciar y bloquear, para evitar redifundir mensajes que no aportan nada bueno a la opinión pública: desde la machosfera de los ‘criptobros’ y los los f-influencers, donde se mezclan consejos financieros de dudoso rigor, a menudo previo pago, y rutinas de gimnasio con meritocracia extrema, culto a la riqueza, antifeminismo y desprecio por lo público, a los coaches de masculinidad tóxica que envenenan con una visión rancia y violenta de las relaciones, pasando por los agitadores de las batallas culturales obsesionados con el feminismo, el ecologismo, la educación sexual y cualquier forma de política del cuidado, o los conspiracionistas que transitan de la negación de las vacunas a la Agenda 2030, y sin olvidar a los revisionistas de la historia, que reciclan el franquismo o el nazismo mientras muestran la memoria democrática como amenaza. Una amalgama estridente dispuesta a vender la moto a la juventud.
Esta fachosfera extrema prospera porque produce afectos rápidos: indignación, burla, miedo, superioridad… Para contrarrestarla, necesitamos cambiar la temperatura afectiva y responder con una calma estratégica que evite alimentar su economía del escándalo, sin dejar de ocupar los espacios que hoy dominan, e inundándolos de una cultura política en que el disenso no implique enemistad. Y ese es un reto que habrían de compartir todas las opciones democráticas, a derecha e izquierda. Casi nada.