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Histeria y ceguera

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Histeria y ceguera van a menudo juntas en lo que se denomina trastorno de conversión. La tensión emocional se somatiza y se traduce (se “convierte”) en la imposibilidad de ver. Probablemente se está viendo, pero el cerebro mediante un acto instintivo, de autodefensa, dice no ver. Y hemos de creerle. O lo que es lo mismo: mira hacia otro lado (aún mirando al frente) y hace como si lo que le interpela no existiese.

En ocasiones es útil y necesario un cierto estímulo y ayuda para que el “dormido” despierte. No percatarse con claridad de lo que a uno le rodea puede ser motivo de accidente.

La respuesta un tanto histérica (véase el penúltimo manifiesto) de los de siempre ante las recientes declaraciones de Pablo Iglesias afirmando -entre otras cuestiones más o menos opinables- que nuestra democracia es muy mejorable y está necesitada de reformas (una obviedad por otra parte), es todo un síntoma. Si, pero ¿un síntoma de qué? Síntoma de que, quizás por un abandono en la complacencia fruto de la conformidad en unos casos, del reparto del botín y obligada omertá en otros, falta ahora una mínima capacidad para enfrentar la realidad cuando esta surge a borbotones y a diario para contradecir la versión o la mentira oficial. Una mentira que por otra parte oculta intereses muy concretos (por lo general minoritarios) a los que conviene la ceguera.

En estos últimos tiempos y con motivo de la decadencia de nuestra crítica y el derrumbe de una actitud cívica vigilante y despierta (democrática), se ha traído a menudo a colación para explicar nuestra situación anómala, el cuento y la moraleja del “rey desnudo”, que aparece en uno de los ejemplos del Conde Lucanor, pero que tiene su réplica también en el 'Retablo de las maravillas', uno de los entremeses más famosos de Cervantes.

Ambos cuentos morales critican y ponen al descubierto a una sociedad hipócrita y deforme, apocada por el miedo y el temor al qué dirán, a caer en desgracia del poder, o a ser señalado como “antisistema” (antes se decía “cristiano nuevo”), y en la que para evitar esos inconvenientes “civiles” que generan incomodidad y restan méritos, la mayoría decide mentir o callar antes que reconocer lo evidente y lo que se tiene delante de los ojos.

Ni que decir tiene que una sociedad con este drama (callar lo que se sabe es verdad y afirmar lo que se sabe es mentira), es una sociedad con problemas serios de futuro y de digestión. Que Pablo Iglesias, precisamente por ser vicepresidente de gobierno y con responsabilidad por tanto frente a aquellos que le han votado y el resto de los ciudadanos, diga en lo sustancial que nuestra democracia es imperfecta y está necesitada de reformas, o sea, que el rey está desnudo, es el mínimo exigible en una democracia europea del siglo XXI.

Si nuestro anterior jefe del Estado está refugiado al calor de los sátrapas de Oriente por los motivos que nadie ignora, y es la misma cúspide del Estado la que ha estado estafando a los ciudadanos durante décadas (o eso parece), lo menos que podemos decir es que nuestra democracia tiene problemas, y callarlo es bastante irresponsable.

Si tenemos una historia densa en episodios de corrupción, paralela a la pérdida de derechos y el crecimiento obsceno de la desigualdad, es que algo no marcha bien en nuestra democracia. Somos una de las sociedades donde el neoliberalismo (ese extremismo vestido de etiqueta) y la corrupción (siempre de la mano) han causado más estragos. No hay más que leerse los informes sobre nuestro país de los relatores de la ONU sobre la pobreza extrema.

Si en las pruebas materiales de escándalos mayores (pruebas de corrupción, las que no se han podido destruir borrando discos duros) aparece el nombre de quién parece ser el presidente de gobierno (M. Rajoy) y no pasa nada, es que ya tenemos medio cuerpo dentro de la barbarie. Si el sistema (esa democracia de altísima calidad) es promiscuo en cloacas ilegales, donde algunos guardianes de la ley cometen delitos a diario, persiguen a la oposición legítima, y toquetean a los jueces por detrás, es que tenemos unos cimientos falsos y echados a perder. Es decir, necesitados de reforma.

Si ante una pandemia que acumula muertos, desgracia, y ruina económica, nos encontramos de sopetón (aunque los sanitarios nunca cesaron de dar la voz de alarma) con una sanidad pública recortada y saqueada por quienes se lo han llevado crudo, es que nuestra democracia (y esto es lo que ha dicho Pablo Iglesias) deja mucho que desear, y lo más sensato es reconocerlo y ponerse manos a la obra para intentar corregirlo.

En resumen, si todo cruje es que, irresponsablemente, nos hemos acostumbrado a la polilla, y son esos hechos mencionados más arriba los “que socavan la credibilidad” y traducen “deslealtad” con la democracia. Y no opiniones (que son libres) o declaraciones. Son esos “hechos” los que nos deben preocupar, y causar alarma e insomnio. Son esos hechos los que comprometen nuestro futuro.

El manifiesto en cuestión, que comete la torpeza de asegurar conocer lo que siente y quiere la sociedad española en su conjunto (en una democracia eso se sabe y se contrasta en las urnas), no solo es un intento de amordazar toda actitud crítica y reformista, sino un ataque directo y feroz contra el presidente de gobierno Pedro Sánchez por no hacer caso a los firmantes (más que a los electores) ni acatar sus exigencias.

Y es que nunca han cesado en su empeño de imponer una “gran coalición” neoliberal tal y como ordenan sus amos. Tras el fracaso del penúltimo invento artificial (aunque legítimo) con el hundimiento y liquidación de Ciudadanos, los amos lo siguen intentado por otros medios. 

Histeria y ceguera van a menudo juntas en lo que se denomina trastorno de conversión. La tensión emocional se somatiza y se traduce (se “convierte”) en la imposibilidad de ver. Probablemente se está viendo, pero el cerebro mediante un acto instintivo, de autodefensa, dice no ver. Y hemos de creerle. O lo que es lo mismo: mira hacia otro lado (aún mirando al frente) y hace como si lo que le interpela no existiese.

En ocasiones es útil y necesario un cierto estímulo y ayuda para que el “dormido” despierte. No percatarse con claridad de lo que a uno le rodea puede ser motivo de accidente.