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El derecho a emigrar

Miembros de la Guardia Civil junto a un cadáver hallado en la playa de la Ribera, en Ceuta.

Gonzalo Gómez Montoro

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La muerte de quince inmigrantes africanos ocurrida en aguas de Ceuta el pasado 6 de febrero, y la reciente decisión del gobierno suizo de cerrar sus fronteras a los trabajadores croatas, han coincidido en el tiempo con el septuagésimo quinto aniversario de la mayor emigración de la historia de España, un éxodo muy superior en número al de los doscientos mil judíos expulsados del reino de Castilla en 1492. Me refiero, como podrá deducirse, a la famosa “Retirada”, en la que cerca de quinientos mil republicanos españoles —tanto conservadores como de izquierda— atravesaron los Pirineos en enero y febrero de 1939, en las postrimerías de la Guerra Civil, para poner a salvo sus vidas en Francia.

Los conocedores de este episodio histórico, ignorado aún por muchos españoles (contrariamente a lo que ocurre en Francia, donde estos días se suceden los actos que recuerdan el acontecimiento, a diferencia del silencio reinante en nuestro país), suelen saber al respecto poco más que la mala acogida procurada por las autoridades galas, que recluyeron a los exiliados en campos de internamiento como el de Argelès-sur-Mer o Barcarès; además de la muerte de Antonio Machado en Collioure, y la de Manuel Azaña en Montauban.

Los campos de internamiento, sin embargo, fueron bastante más numerosos. Estas líneas las escribo precisamente a pocos metros de donde se erigió uno de los más desconocidos, pese a que llegó a albergar a 25.000 exiliados: el campo de Agde. Este fue levantado en marzo de 1939, con el fin, según la versión oficial, de aliviar los saturados campos antes mencionados, situados todos en la Cataluña francesa. Aunque el motivo de su construcción también fue otro: el de llevar a los republicanos españoles de origen catalán a otra región —el Hérault, en este caso— donde no pudieran hablar su lengua materna con la población local que se acercaba a los límites del campo. De ahí que se conociese como «El campo de los catalanes».

El campo de Agde no se diferenciaba mucho de los demás: construido sobre un descampado cerca de la costa, sufría el gélido Mistral y la Tramontana que soplaba desde el Mediterráneo; los barracones atestados eran un foco de insalubridad; la comida y el agua escaseaban; y no pocos internos murieron entre los meses de marzo y septiembre de 1939, cuando los republicanos se marcharon para dejar sitio a los soldados checos movilizados en Francia a principios de la 2ª Guerra Mundial.

A partir de entonces, algunos exiliados volvieron a España, otros defendieron a Francia contra los alemanes, y la mayoría acabaron empleados en el país de acogida como mano de obra, a menudo en condiciones precarias y desempeñando tareas rurales. Aun así, muchos de ellos prosperaron. Sus hijos y sus nietos fueron —o todavía son— profesores, abogados, médicos…, y a sus biznietos les enseño yo ahora español en un liceo situado a quinientos metros del lugar donde estaba el campo, en el cual hoy hay un colegio.

Valga este artículo para ilustrar, con ejemplos concretos, la importancia de la libre circulación de las personas a través de las fronteras, y el derecho de todos a tener la oportunidad de llevar una vida mejor en un país extranjero. A la solemne Declaración Universal de los Derechos Humanos me remito: los artículos 22, 23, 24 y 25 contemplan el derecho de los hombres al trabajo y al bienestar. Y yo añadiría el que debiera ser otro derecho humano básico: el derecho a emigrar.

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