“Cuando mueren los famosos, todo el mundo lo lamenta. ¿Cuántos pobrecitos mueren y ninguno se da cuenta?”. Ignoro quién fue el padre de tan afortunada frase, solo recuerdo haberla leído en un Makoki. Tampoco sé cuántos palestinos murieron asesinados el pasado miércoles, pero cualquiera de ellos me inspira más solidaridad que Charles Kirk, al que en esa misma fecha el Señor reclamó a su vera. Se supone que cuando alguien muere en tales circunstancias hay que lamentarlo y, sobre todo, exteriorizarlo para que todo el mundo vea qué buenas personas somos, tanto que hasta estamos en contra de los asesinatos, como si no fuera un sentimiento que nos viene (o debería venir) de fábrica.
Si me preguntan, diré que prefiero que la gente no mate, no vaya a ser que un día me toque a mí y deje a la Humanidad huérfana de mi columna, pero por algunos no pienso derramar ni una lágrima ni dejar un comentario hipócrita haciéndome el afectado. Tampoco creo que haya nada de qué alegrarse, ni el menor motivo para celebrar el crimen. Seguro que él, que consideraba que la empatía era un signo de debilidad, así lo habría querido. Lo único que lamentar es que antes había una mala persona y puede que ahora se haya convertido en mártir.
La premura en atribuir su muerte a la izquierda ya dejó que claro que importaba más el hecho que la persona. Luego, ya habría tiempo de adecuar los hechos a la realidad. No había nada que hiciera anticipar la identidad del asesino. Podía ser un crimen político, como el que acabó con la vida de Lincoln o McKinley, o un chiflado, como en el caso de JFK o Gardfiel (y casi con la de Reagan). También alguien de los suyos, como en el caso de George Lincoln Rockwell, fundador del Partido Nazi de EEUU. Thomas Matthew Crooks, el que intentó matar a Trump en el mitin de Pensilvania, estaba registrado como republicano, pero sus actos se explican por su estado mental. Lo mismo podría decirse de Ryan W. Routh (que intentó matarle mientras jugaba a golf). En el caso de Tyler Robinson aún falta saber qué le empujó (si fue él) a matar a Kirk a sangre fría, pero la motivación podría no tener nada que ver con la política o con la izquierda: pudo ser uno todavía más a la ultraderecha que él.
Patética, como siempre la actitud de esa izquierda de bien que se tragó desde el primer momento que Kirk había muerto por sus ideas a manos de algún liberal. Ahora que hay un presunto culpable, todo parece que va en dirección contraria. Blanco, familia ultraconservadora, amante de las armas, ultrarreligioso… incluso aunque fuera la oveja negra de la familia —y no parece que sea el caso—, ese es el ambiente en el que se crió. Por lo visto, la prueba de cargo es que criticó a Kirk en una comida familiar y eso lo convierte en peligroso izquierdista. Falso, el muerto también tenía enemigos a su derecha. Nick Fuentes, otro de su cuerda —pero mucho más extremista y mucho más inteligente—, lo ponía a parir cada vez que tenía ocasión y lideraba la llamada Groyper War contra él, al que consideraba un falso extremista. Robinson parece ser uno de los seguidores de Fuentes, quien ahora —como buen cobarde— habla maravillas de Kirk.
Charles Kirk fue, ante todo y sobre todo, una mala persona, el Martin Luther King del movimiento identitario blanco americano. Racista, homófobo, sionista, machista, conspiranoico e intelectualmente muy raspadito. Lo mismo defendía lapidar a los homosexuales porque lo había leído en la Biblia, que afirmaba que los negros vivían mejor durante la esclavitud. Kirk era la voz (o una de ellas) del movimiento supremacista blanco, la principal amenaza al país (por encima del terrorismo islámico, Departamento de Seguridad Nacional dixit). Un “joven divulgador”, decía José Antonio Méndez en El Debate. No, una pieza más en la máquina de sembrar odio de la administración Trump.
Una de las grandes mentiras de esta historia es presentar a Kirk como el Séneca de Arlington Heights. No hay nada en él que haga pensar que fuera más que un demagogo a sueldo que, sin duda, creía lo que decía pero que, probablemente, también vio el filón en un mundo en el que los algoritmos de las redes premian el rebuzno ultra y el odio. Con 29 años ya tenía una mansión valorada en 4 millones de dólares gracias a a que su organización Turning Point America recibía todos los años millones de dólares libres de impuestos (85 millones de dólares, solo en 2024). Su mecenas fue Bill Montgomery, uno de los padres del Tea Party, que vio en él un potencial y una capacidad innegable para difundir una agenda ultra. Luego la organización se fue llenando de millonarios, cada uno aportando unos cuantos fajos. Si esos méritos oratorios que se le atribuyen los hubiera destinado a combatir la oligarquía se hubiera comido un mojón, pero de jornalero de malísmo del partido Republicano le ha ido literalmente de lujo.
Su función no era tanto la de convencer a nadie que no estuviera ya convencido, sino ir abriendo un poco más la ventana de Overton, sobre todo hacia la ultraderecha, para que fueran calando las ideas de una oligarquía de nacionalistas blancos cristianos. Lo suyo era expresar en voz alta lo que algunos ya pensaban. No hay más misterio en su mensaje. “El islam es la espada que la izquierda está usando para cortar la garganta de América”, decía hace apenas unos días este heredero de la Ilustración. Y, por supuesto, la tarima desde la que lanzaba sus diatribas fue la del privilegio: él pudo burlarse de Nancy Pelosi cuando casi matan a martillazos a su familia, pero el Departamento de Estado ha anunciado que expulsará (o no dejará entrar en el país) a los que se burlen del crimen. Un “joven divulgador” por encima de la Primera Enmienda. Así cualquiera.
Ironías de la vida (y de la muerte), a Kirk la parca le sorprendió bajo un cartel que decía “Demuestra que me equivoco”, en el que invitaba a los asistentes a sus actos (la mayoría casi tan a la derecha como él) a debatir sus ideas. Una de ellas era que las muertes por la Segunda Enmienda era un precio a pagar por la libertad, como los muertos en accidentes son una consecuencia que hay que asumir si queremos tener coches. Lo dijo un 10 de abril de 2023, apenas dos semanas después de que Aiden Hale entrara en un colegio de educación infantil de Nashville y asesinara a sangre fría a tres niños de nueve años y tres adultos. Esa era la naturaleza de personaje.
Lo digo para cuando salga otro opinólogo de izquierdas para vendernos que un personaje del que hace una semana no había ni oído hablar era un simple comentarista polémico. Y no especialmente escorado a la derecha, nos recordó el otro día Ferreras, que si ve que algo es burdo, va con ello. En un momento en el que en Estados Unidos, agentes encapuchados pueden arrestar a un tipo en la calle, meterlo en una furgoneta sin identificar y mandarlo directamente a un centro de detención, Kirk era la voz de fascismo. Eso no justifica ni resta gravedad a su asesinato, pero lo pone en contexto.