La historia del pueblo alemán donde se suicidaron 1.200 personas: “Es un lugar marcado por el silencio y el trauma”

Francisco Gámiz

7 de julio de 2025 22:28 h

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Hasta 1.200 personas se suicidaron en un pueblo de Alemania entre el 30 de abril y el 2 de mayo de 1945, justo al final de la Segunda Guerra Mundial. Una tragedia que, en apenas tres días, acabó definiendo el futuro de la pequeña localidad de Demmin, un territorio ubicado en el noreste del país. El espíritu y el legado de muchos de sus habitantes, que perdieron la vida en un transcurso de 72 horas, quedan ahora recogidos en un proyecto que el fotógrafo Andrés Solla (Gijón, 1986) titula Un río sin puentes. Forma parte de la programación de La Embajada, una plataforma que se presenta en el contexto del festival de fotografía Rencontres d’Arles (Francia).

La muestra se sumerge en los rincones de este lugar no solo para explicar por qué sucedió esta catástrofe, sino para narrar visualmente cómo se vierten las consecuencias de la misma entre las nuevas generaciones que lo habitan. “Generó un trauma que, de manera más o menos sutil, se fue transmitiendo de familia en familia, de padres a hijos”, cuenta Andrés Solla a elDiario.es. El pueblo tenía una particularidad geográfica que llamó la atención del fotógrafo: estaba rodeado por tres ríos, aunque no eran ni muy caudalosos ni muy profundos. Cuando Alemania pierde la guerra, el propio ejército nazi decide, como una medida de contención al salir del pueblo, destruir los puentes que lo conectan con el exterior, para evitar así que el Ejército Rojo de la Unión Soviética lograse entrar.

Sin embargo, puesto que los ríos no eran del todo grandes, la medida trataba de evitar algo imposible, lo que acabó produciendo una sensación de angustia en la población. “De alguna manera, hizo una especie de efecto llamada en el que se sentían totalmente aislados, desprotegidos e influenciados por la propaganda nazi, en la que se incitaba a acabar con tu vida antes que a plantearte un futuro más allá”, explica Andrés Solla. Esta suma de factores derivó en que, principalmente mujeres y niños, se suicidaran ahogándose en el agua, ahorcándose en los árboles o utilizando cianuro como veneno. Cuando llegó la República Democrática Alemana, este dramático episodio se convirtió en un tabú.

“Estaba prohibido hablar de ello en público. No se hizo ningún tipo de reconocimiento, ni político ni estatal, y nunca se habló de que esto había ocurrido y que estas personas también habían sido víctimas. Fue una losa de silencio”, comenta Solla sobre el suicidio colectivo. Sin embargo, a partir de que el fotógrafo se enterara de la tragedia a raíz de su mención en una página de la obra Un verdor terrible (2020) de Benjamín Labatut, su interés no hizo más que incrementar y se puso a investigar. Había muy pocos registros históricos, lo que lo llevó a contactar directamente con el periódico local de Demmin, que le puso en contacto con gente del pueblo y le facilitó hablar con supervivientes y testigos de lo que sucedió.

Pese a que las cifras de los fallecidos bailen por la desinformación y el pobre archivo histórico de la época, los números que se manejan giran en torno a la marca impactante de las 1.200 víctimas. No obstante, Andrés Solla prefiere cambiar la perspectiva y centrarse en las otras víctimas, aquellas generaciones más jóvenes del pueblo. “Lo que me interesa ahora es invitar a una reflexión en la que se piense sobre cómo es vivir, construir una identidad y crecer como persona en un lugar que está marcado por el estigma, el silencio y el trauma”, dice el artista, que añade que los habitantes del pueblo “agradecen cuando se mira el presente y el futuro desde un lugar un poco más positivo”.

Aunque sea de una manera más o menos latente, el fotógrafo confiesa que una desgracia de esta índole “te influencia en lo que eres, en cómo eres y en cómo piensas”: “La gente no quiere olvidar el pasado porque no se puede, pero sí que tiene ganas de que se les pueda ver como algo más que un suicidio colectivo”. Para Andrés Solla, que estudió fotoperiodismo, es fundamental narrar “esas historias que son poco conocidas” gracias a que tiene “una cámara entre las manos”: “Si no tuviese esa cámara, jamás llegaría ahí”. Entre sus trabajos más destacados está How to Build a Fence, hecho íntegramente con imágenes de Google Street View en torno a lo que fue el campamento de refugiados conocido como “La Jungla de Calais” en Francia.

Reconciliarse con el pueblo

La fotografía cuenta con el importante componente social de mostrar lo que no se ve, lo que permanece oculto. Es una de las particularidades del arte de Andrea Durán, que, al igual que su compañero Andrés Solla, lo utiliza para contar experiencias sobre las que la gente no debate lo suficiente. Su proyecto Madriguera trata sobre la reconciliación de la fotógrafa con el pueblo en el que creció. “Durante toda mi adolescencia y juventud, era un espacio que no me gustaba porque sentía que el tiempo pasaba muy lento y que no sucedía nada”, afirma Durán a este periódico, “entonces, justo cuando me iba a independizar e iba a ir a Madrid a vivir, surge esta reconciliación y empiezo a retratar de forma más consciente los paisajes que conforman el pueblo y a mis amigos de allí”.

De ahí a que la artista pensara en aquel lugar como una “madriguera”, ya que, “al final, resulta buena parte de la connotación, pues es un espacio natural y animal al que vuelves y que siempre reconoces”. “Fue como una especie de despedida, para ser más consciente del lugar donde había crecido y conocerlo más para reinterpretarlo”, apunta. Su proyecto sirve para centrar la conversación no solo en la nostalgia del hogar que abandonas, sino en la necesidad de los jóvenes de buscar nuevas oportunidades en las grandes ciudades, a menudo incitados por la búsqueda de una universidad. “Es como seguir el curso, puesto que llega un momento en el que dices: ‘O me adapto a lo que hay aquí, o tengo que buscar otras opciones fuera’”, señala Andrea Durán.

La fotógrafa alega que en “el mundo de la fotografía de autor, que es híper pequeño y en el que llega un punto en el que conoces a todos los fotógrafos que acaban en los festivales, a veces resulta frustrante que sea tan complejo entrar en ciertas élites”, por lo que reivindica espacios como La Embajada para lograr mayor visibilidad. A cargo del mismo se encuentran Emma Á. Marty, Jonàs Forchini e Ignacio Navas, y su segunda edición muestra tanto el trabajo de Andrea Durán y Andrés Solla como el de Fernanda del Barrio y Juan Couder. No cuenta con ningún tipo de apoyo institucional y se celebra en el marco del festival de fotografía de Rencontres d’Arles, al que acuden profesionales de toda Europa.

“Esta propuesta nace desde la necesidad de tender puentes hacia el circuito europeo, donde la representación de nuestra generación es muy escasa. Nuestra escena es realmente vibrante, llena de proyectos interesantes y muy diversa, pero, desgraciadamente, cuesta mucho que traspasen nuestras fronteras y lleguen a otros circuitos”, cuenta Ignacio Navas. “Por eso decidimos organizarnos y acudir a Francia para mostrar estos proyectos a los agentes que acuden a visitar el festival. Intentamos no solo mostrarlos en la exposición, sino realizar de manera colectiva un trabajo de comunicación de los proyectos”, agrega el fotógrafo y artista visual.

Esta edición se celebra del 8 al 12 de julio en el número 74 de la calle Rue Portagnel (Arlés). No obstante, antes del nacimiento de La Embajada, tuvieron que dar algunos pasos previos. Después de la pandemia, varias personas del mundo de la autoedición se unieron para lograr tener una mesa en la feria de fotolibros Arts Libris, dentro de Arco 2022 bajo el nombre El Disparate. Esta mesa de libros funcionó tan bien que se generó un grupo de apoyo entre fotógrafos que dio cabida a El Local, un espacio independiente para la fotografía contemporánea abierto en enero de 2023 donde realizan una programación pública con exposiciones y actividades.

Nuestro deber generacional es crear puentes que puedan ser recorridos por las personas que vengan después. Ser conscientes de nuestros privilegios y ponerlos al servicio de nuestra comunidad.

“No se puede entender la creación contemporánea sin prestar atención a su gestión, a la gestión cultural. Y esta gestión solo tiene sentido entendiendo el contexto desde el que se crea, atendiendo sus necesidades y poniendo a los creadores y creadoras en el centro”, declara Ignacio Navas. “Esta gestión también es algo político. Nuestro deber generacional es crear puentes que puedan ser recorridos por las personas que vengan después. Ser conscientes de nuestros privilegios y ponerlos al servicio de nuestra comunidad y así crear modelos que puedan ser útiles, pensados desde las necesidades de los creadores y creadoras”, indica el artista.

Jugando con el concepto de La Embajada, inventaron una bandera a la que llaman cariñosamente “la colorida” y que fue diseñada por Jorge G. Higuera. “La idea de esta bandera es que contuviera los colores de las banderas de todos los países donde el castellano es una lengua oficial”, explica Navas. “Esto se debe a que creemos que ya no puede hablarse de conceptos como ‘fotografía española’, porque nuestro contexto es profundamente diverso y plural”, añade, alegando que el término “fotografía española” no les representa y que prefieren el de “contexto español”.

Para ellos, no reconocer esta pluralidad “sería poco respetuoso con las identidades de personas que, aunque producen sus proyectos aquí, provienen de otros países del mundo”. Ignacio Navas afirma que el signo de su generación es la diversidad, y la fotografía aglutina a multitud de personas que provienen de países diferentes, especialmente de Latinoamérica. “Se producen constantemente intercambios y aprendizajes, crecemos juntos”, sostiene, apuntando que es “enriquecedor”: “Ojalá surjan más ‘locales’, más ‘embajadas’ y más propuestas que impulsen nuestra escena”.