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Obituario

Caballero Bonald contra los gregarios

El escritor José Manuel Caballero Bonald

Peio H. Riaño

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Le preocupaba la palabra. No la palabra a secas que juega para regodearse y masturbarse en la retórica de la nada, sino la que se usa para despegar la conciencia humana de los huesos de sus acciones. Y le preocupaba afinarla al máximo. Despacio escribía, reescribía, corregía y al tercer borrador ya estaba satisfecho. Abría el libro publicado, encontraba que repetía un adjetivo en el mismo poema y le amargaba el día. Aquella vez fue “unánime”. Tomaba la poesía como un hecho lingüístico con el que descubrir y difundir una nueva versión de la realidad. La conquista de ese hecho tenía en la cima al adjetivo. “La búsqueda de un adjetivo a veces me ha costado la salud”, me dijo una vez José Manuel Caballero Bonald, que acaba de morir a los 94 años y parecía, de verdad, inmortal. 

Pepe, que fue autor de poemas, memorias, novelas, ensayos, premiado con todos los galardones (incluso durante el franquismo) y que su cara apareció en un cupón de la ONCE, escribió siempre contra el sumiso, el dogmático, el obediente. Los culpables de lo que ocurre, decía, y usaba un presente verbal que se extendía desde el golpe mortal contra la Segunda República hasta nuestros días. Lo decía sin ambages: el franquismo todavía está latente en una línea sucesoria “muy clara”, aseguraba, que arrancaba en el dictador, continuaba con Manuel Fraga, pasaba a José María Aznar y continuaba con Esperanza Aguirre. Sobre Isabel Díaz Ayuso no nos dio tiempo a preguntarle. Caballero Bonald no cambió sus luchas políticas y sociales para cambiar el mundo y en los últimos tiempos encontró a los responsables de todas las lacras, los gregarios.

El gregario, escribía Pepe, es el que cree que podrá subvertir la pujanza de la duda. Un caminante sin perplejidades. “Gente soez que de la religión ha hecho una treta y de la vanagloria su catecismo; gente que enarbola la egolatría a modo de trofeo y gusta de mostrar su condición como sostén de la banalidad. Ninguno de sus lerdos narcisismos concuerda con sus más inequívocos modales, mientras todas sus faramallas remiten al mismo barrizal de fingimientos. El majadero es allí un cofrade eminente y el badulaque el jefe de la tribu. Los más divulgados atributos de su naturaleza son también los más falibles”. Caballero Bonald siempre estuvo detrás de la poca cosa humana, advirtiendo que la vida no sería viaje si no estás adiestrado en el oficio de la incertidumbre. El gregario lo tiene todo tan claro que no ve su ceguera. 

Hace seis años publicó Desaprendizajes (Seix Barral), una antología del enfado que podríamos asumir como su testamento vital y del que ha salido el entrecomillado del párrafo anterior. Está dedicado a los “únicos pobladores legítimos” de esta tierra: los ensimismados, los introvertidos y los melancólicos. A los indóciles que no callan ni dejan de señalar “una tierra que nunca ha sido capaz de atajar los escarnios perpetrados por sus propios moradores”. Las vilezas del pasado, denunciaba Pepe, se han transmitido como lacras endémicas hasta hoy mismo, en una “gradual propagación contaminante” gracias al silencio de los gregarios. Caballero Bonald escribió para esquivar “la sórdida seguridad donde cohabitan todos aquellos que prefieren enmudecer”. 

Pero el poeta que cantó contra lo unitario y las certezas, el desencanto y el acomodo, que no escatimó un adjetivo para hacer del pasado un asunto presente, el que iba bien de memoria y de razonamientos, no quería saber nada de la literatura informativa, la explícita que copia la realidad tal y como es. No le interesaba asomarse a la ventana, ni la crónica de sucesos. Esto le alejó del grupo del cincuenta (salvo de Barral y Valente), con los que no compartía, decía, los simplistas instrumentos de la novela social. Sus denuncias contra las garantías de la desmemoria se ataron a las reglas poéticas, menos accesibles -lo sabía y lo reconocía- pero quizás más duraderas y potentes. Nunca renunció al sentido social de la palabra, pero tampoco quiso rebajar su belleza a los más esquemáticos enunciados. Para Pavese la poesía era una forma de defensa contra las ofensas de la vida y Pepe escribía defendiéndose de lo que detestaba (básicamente, vivir en un país confesional que siente nostalgia de la España nacional católica). No quería pertenecer a esa España que también aborrecía Luis Cernuda.

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