Yásnaya Elena Aguilar Gil no se considera mexicana, a pesar de que nació en Oaxaca (México) en 1981. Ella es mixe, un pueblo indígena que tiene territorio, historia y lengua propia. “Somos una nación sin Estado”, resume Aguilar. Y no quieren tenerlo porque “los Estados son un error estratégico”. Ella defiende otras maneras de crear identidad colectiva.
Vestida con un huipil tradicional oaxaqueño combinado con unas gafas estilo kawaii con orejitas de gato, Aguilar es una suma de dos mundos. Salió de su pueblo para estudiar, pero no se dejó tentar por las mieles de la academia, sino que regresó para poner su saber al servicio de los suyos. Autora de diversos libros, acaba de editar en catalán Un nosaltres sense Estat (Raig Verd, 2025), coincidiendo con el inicio de su residencia en el CCCB de Barcelona.
No es la primera vez que visita la ciudad, ya lo hizo en 2023 y, al contrario de lo que muchos pudieran pensar, Aguilar asegura que hoy ve más conflicto entre la sociedad catalana que hace unos años.
¿Dice que la situación está más polarizada ahora?
Uno de mis campos de estudio es la lengua y lo veo ahí. Hay personas que opinan que pedir que se hable catalán es algo racista y se polariza mucho con eso. No se pueden descalificar las experiencias racistas de la gente, pero es que es un tema que no tiene que ver con la lengua.
Por ejemplo, no es lo mismo hablar castellano en Los Ángeles que en la Academia de Madrid. Que lo haga una mujer que un hombre o que un pueblo indígena. El uso de la lengua refleja la clase, el género, el origen, todo. Se usan argumentos lingüísticos para fenómenos distintos.
Las lenguas, como elemento definitorio de un pueblo, siempre han tenido connotaciones políticas. ¿Debemos quitárselas?
Los sistemas siempre han manipulado las lenguas, igual que hacen con los cuerpos o las modas. Los sistemas de opresión se sirven de todo para sustanciar su opresión.
En su libro habla también de otros símbolos nacionales como la bandera o los escudos y dice que se usan, más que para identificar a un pueblo, para eliminar cualquier brizna de alteridad. ¿Por qué?
¿Son, de verdad, los únicos elementos que pueden darnos identidad? Es que se usan para crear a un otro. Por ejemplo, México y Guatemala formaban parte, ambos, del territorio maya. ¿Por qué a uno le representa una bandera y a otro, otra? ¿Por qué tiene más derechos uno que otro? Yo me siento mucho más identificada con una persona indígena de Guatemala que con las élites de mi país. La identidad colectiva se debería formular a partir de la clase, no de la bandera. Eso facilitaría muchas cosas.
¿Cabe la complejidad de los pueblos en los poco menos de 200 estados que hay dibujados actualmente?
No, qué va. Pero hacemos ver que sí. Los países no siempre existieron, son efecto del colonialismo. Antes, había muchas maneras para organizar una comunidad, desde la comuna anarquista hasta las estructuras clánicas. El mundo dividido en Estados-nación genera un monocultivo que combate cualquier otra entidad que pretenda regular la vida en común.
Por poner un ejemplo: la Constitución de México dice que la nación mexicana es única. Si eso fuera verdad, no tendrías que decretarlo. Por eso creo que es importante diferenciar entre Estado y Nación. Una nación es un pueblo que es consciente de que lo es. Yo sé que soy mixe, que tengo un pasado, una lengua y un territorio compartido con otros mixes. Es cierto que el territorio es importante pero no imprescindible, tal como nos demuestra el pueblo romaní, pero más allá de eso, nos da una aproximación bastante buena.
Si aplicamos todo eso a México o a Estados Unidos ¿qué pasa? Que no casa. La historia del norte es muy distinta a la del sur. Si tenemos un territorio compartido es porque fue establecido arbitrariamente. Y luego, hablemos de las lenguas: hay mucha gente que no habla castellano en México ni inglés en Estados Unidos.
¿De dónde nos sale, pues, la consciencia de pertenecer a un país concreto?
Curioso. Mi abuela, que no fue escolarizada, no se ve mexicana, porque no tiene la idea de lo que es México. Sus identidades están en otro lado. Hay muchas naciones que quedamos encapsuladas; somos naciones sin Estado.
¿La solución a eso es crear un Estado para cada nación o bien abolir la figura de los Estados?
Hay naciones que pensamos que el problema es el Estado y no queremos convertirnos en uno. En el caso del pueblo mixe, tenemos una tradición de resistencia a la centralización del poder, que es lo que representa el Estado. Y creemos que nuestro horizonte de liberación no pasa por ahí.
¿Es imposible ser un Estado de manera distinta?
Los Estados tienen la pretensión de convertir todo lo que tienen dentro en una misma nación. Y eso, de por sí, es imposible. Ningún Estado-nación del mundo, ni México ni tan siquiera Francia, ha respetado la multiplicidad de naciones en su interior. Borran las lenguas y las identidades múltiples.
Mucha gente me acusa de odiar al Estado, pero no lo odio. Tampoco lo amo. Simplemente, me parece un error estratégico en este momento de la historia.
No se trata de dotar a Palestina de un Estado, sino de carcomer al Estado de Israel desde su interior. Es la única salida, y lo vemos en Gaza, donde lo único que hace posible la vida son las estructuras locales de organización
Vayamos a un caso práctico: Palestina es una nación sin Estado y no puede defenderse ni proteger a sus ciudadanos. ¿Cómo propone hacer un mundo sin Estados si las consecuencias de no tener unas fronteras definidas pueden derivar en un genocidio?
Esa es la gran pregunta: ¿Cómo luchar contra el imperialismo? Tiene que ser un movimiento internacional y es verdad que no hay proporcionalidad de fuerzas pero, por eso, creo que la lucha se tiene que dar desde dentro. No se trata de dotar a Palestina de un Estado, sino de carcomer al Estado de Israel desde su interior. Es la única salida, y lo vemos en Gaza, donde lo único que hace posible la vida son las estructuras locales de organización.
¿Qué habría cambiado si Palestina fuera un Estado? De hecho: ¿Qué han hecho los Estados por Palestina? Tardaron muchísimo en moverse, en actuar. Se han demostrado como estructuras ineficaces. Ha sido más eficaz la Flotilla que cualquier cumbre. ¿De qué nos sirve que nuestros Estados reconozcan que hay un genocidio, pero luego no actúen con base en las leyes internacionales que ellos mismos se han dado?
La solución que más se acepta internacionalmente es la de los dos Estados. ¿A usted qué le parece?
Creo que los Estados son la clave del genocidio y no son garantía de protección. Lo que proponen es que finjamos que hay un Estado, pero en realidad sería una colonia más. No quiero comparar, pero los pueblos indígenas también hemos pasado por genocidios para luego crear estados que se independizaron y fueron libres. Pero no fuimos los pueblos quienes escogimos esta solución, sino las élites.
Y esto deriva en estructuras artificiales, porque los Estados son macroestructuras formadas por microestructuras que no quedan atendidas. Cuando algo pasa, los Estados no saben responder. Mira lo que pasó con la dana en València o con el Covid; fueron las comunidades y las estructuras más pequeñas las que resolvieron las necesidades más inmediatas, no los Estados, que ahí fallaron.
Mencionaba la dana de València y, aunque sí que es verdad que se ha demostrado que los gobiernos actuaron tarde, la estructura del Estado cuenta con unos medios que las comunidades no. ¿Salir de la lógica estatal en situaciones como esta no es una desventaja?
Yo prefiero trabajar por una estructura chiquita y que se multiplique. Si la crisis climática destroza un cerro por las lluvias extremas, quien va a venir a sacarme de entre los escombros no es la ONU, ni tan siquiera el Estado. Quien sacará mi cuerpo y le dará los rituales es mi comunidad.
Por eso me gusta la premisa de pensar globalmente y actual localmente. Se necesitan las dos porque si sólo piensas localmente, te aíslas. Y, si solo piensas globalmente, aíslas al resto.
Pero precisamente la lógica global está copada por Estados y organismos supranacionales. En crisis globales como el Covid, ¿Cómo se supera el aislamiento al que se podría someter a estas naciones a la hora, por ejemplo, de acceder a ayudas económicas o vacunas?
El aislamiento ha existido siempre, no sólo con naciones, sino con las clases más bajas dentro de estos mismos Estados que proporcionan las ayudas que dices. Yo pienso mucho en cómo sería el sistema de salud sin capitalismo. Lo que hacen pandemias como la del Covid es mostrar las vergüenzas del sistema.
Por ejemplo: las personas más vulnerables eran las que tenían patologías previas como la diabetes, que es una enfermedad que, si bien existe de siempre, ha sido muy agravada por la existencia de la comida procesada, que es la que consume la gente más pobre y con menos disponibilidad de tiempo. En la salud se ve muy claro que es el capitalismo el mismo que te crea un problema y te lo resuelve luego en forma de medicamento carísimo.
Creo que, incluso, las innovaciones en salud estarían mucho más avanzadas sin el capitalismo, porque todo el dinero que usamos para las enfermedades derivadas de este sistema terrible se podría gastar en otras cosas. De verdad que hay alternativas y, aunque parezca imposible, las comunidades pueden lograr cosas impensables.
Si la crisis climática destroza un cerro por las lluvias, quien va a venir a sacarme de entre los escombros no será la ONU, niel Estado. Quien sacará mi cuerpo y le dará los rituales será mi comunidad
¿Por ejemplo?
Mi pueblo mismo es un ejemplo. La llegada de los españoles hizo que casi desapareciéramos; el 80% de los míos murió. Pero la población se recuperó hacia 1970, aunque lo más lógico hubiera sido que nos extinguiéramos. Estas microestructuras estuvieron pendientes de lo que nadie más estuvo y nos salvaron. Y, trayéndolo hasta el presente, si yo hoy estoy en Barcelona es gracias a mi comunidad, no a mi Estado.
Mucha gente trabajó voluntariamente para construir un sistema educativo que me permitió estudiar y que me garantizó agua potable cuando enfermé. Los logros que parecen individuales no lo son; en realidad dependen profundamente de lo colectivo.
Cuando hace residencias académicas, imagino que debe recibir muchas ofertas para quedarse, tener una cátedra y ganar mucho dinero. ¿Le tienta o regresará a su comunidad?
Responderé con una anécdota: cuando era chica, mi abuela me preguntó si me quería casar o estudiar. Me dijo que si decidía estudiar, no iba a poder casarme pronto. De hecho, me pidió que no lo hiciera, porque la comunidad iba a hacer un esfuerzo muy grande para que pudiera tener una buena carrera y, si me casaba, todo sería por nada. Pensé y decidí que sí quería estudiar porque uno de mis anhelos era sacarme una plaza en la UNAM [la Universidad Nacional Autónoma de México] tener un doctorado y hacer vida académica.
Me parecía importante estar ahí porque la academia es muy blanca. En esa época sólo el 1% de los jóvenes indígenas accedíamos a la educación superior. Y llegar a la UNAM era casi imposible. Pero yo llegué, siendo la primera de mi familia en cursar una carrera. Y era un sueño, pero un día, un amigo que fue a Estados Unidos a trabajar sin papeles me pregunto: “¿De verdad quieres pasar toda tu juventud en la ciudad y regresar a la comunidad de viejita?”. Y eso me dio mucho que pensar.
Normalmente, ese es el camino que hacen los jóvenes que viven en zonas rurales.
Sí, pero en el caso de las comunidades es diferente. Para mí, hubiera supuesto renunciar a la lucha colectiva y a asumir cargos de responsabilidad, que en la comunidad mixe no se consiguen más que con mucho tiempo de experiencia participando de diversas esferas. Mi amigo, después de migrar, regresó y para entonces ya era guarda del bosque. Me paré a pensar y eso era lo que yo quería. Así que renuncié a todo.
Una profesora me dijo que era un suicidio académico, y fue doloroso porque mi comunidad se había esforzado mucho para que yo llegara hasta ahí, pero sentí que era el camino. Me fui de la ciudad y estuve tres meses caminando por mi región, recolectando tradición oral, conociendo el territorio.
¿Cómo se pudo permitir ese cambio drástico de vida?
¡Esa es la clave! Vivir en comunidades como la mía es muy barato porque no tienes que pagar renta. De hecho, tengo otra anécdota: mientras vivía en la ciudad, no fui capaz de hacer entender nunca a mi abuela por qué debía pagar por vivir en un departamento. Nosotras siempre hemos tenido un techo y un huerto garantizado.
Por eso, después de vivir la precariedad de las ciudades, muchos jóvenes hacen lo mismo que hice yo, regresan al pueblo y participan de las asambleas para proteger ese estilo de vida.
¿Y no echa de menos la academia?
Mucho. Igual que otros compañeros. Por eso nos juntamos y nos dimos cuenta de que para hacer investigación no necesitábamos grandes estructuras. Íbamos a ir más lentos, pero podíamos hacerla nosotros. Ya llevamos 13 años y nos reconocen estamentos tan reconocidos como el Colmex [una universidad pública mexicana, refugio de republicanos españoles y puntera en estudios sociales y humanísticos].
Lo mejor es que hemos bebido de esos conocimientos y ahora trabajamos por entero al servicio de nuestras comunidades. Tenemos biólogos que localizan proyectos extractivistas para evitar la biopiratería. Tenemos politólogas que nos ayudan a mejorar nuestra organización y lingüistas que protegen la lengua. Tenemos hasta una imprenta y una editorial propia.
Todo eso no habría sido posible si nos hubiéramos quedado en la academia, porque nuestras investigaciones no estarían tan enfocadas a las necesidades de los nuestros. Y eso demuestra que las comunidades pueden sobrevivir en un mundo tan hostil.
La veo muy optimista.
A la gente le sorprende. Sobre todo porque vengo de una región que antes era un oasis de tranquilidad, pero a la que ahora está llegando el crimen organizado. No te mentiré: a veces tengo dudas de si lograremos resistir, pero entonces miro atrás y recupero el optimismo.
Tiene otra anécdota para justificar su optimismo, ¿verdad?
[Ríe] Sí. En 1660, diversos pueblos se rebelaron contra la Corona española con el lema “Ni Dios, ni ley, ni tributo”. Y lo lograron, corrieron al Ejército y a los alcaldes mayores que ejercían una opresión terrible y, durante un año, aquello fue la fiesta. Se suspendió el orden colonial y el pueblo se autogobernó: de repente, había maíz y la gente dejó de morir de hambre. Pero tan grande fue la fiesta, igual fue la represión. Los mataron, descuartizaron y exhibieron sus cadáveres.
Si pudiera agarrar una máquina del tiempo, iría allí decirles: ¿Saben qué? Vengo del siglo XXI y nuestra comunidad, nuestras estructuras, siguen existiendo. Y yo sigo hablando mixe. Seguramente me dirían que no es posible, pero lo fue.
Yo ahora, cuando miro a la emergencia climática, el crimen organizado o los totalitarismos, pienso que igual hay una mujer mixe en el siglo XXVII queriendo agarrar una máquina del tiempo para decirme que, de nuevo, lo logramos aunque pareciera imposible.