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La ideología de un festival (I)

El Festival de Mérida comenzó en el año 1933 con la puesta en escena de una versión de la Medea de Séneca realizada por Miguel de Unamuno

Antonio Vélez Sánchez, ex alcalde de Mérida

El 18 de junio de 1933 se produjo en Mérida un hecho excepcional: Medea, un texto de Seneca traducido y adaptado por Unamuno, llegó a la escena del “marco incomparable” por primera vez. Porque dudo que, cuando se construyó este teatro, alguien pensara en tragedias griegas. 

El Imperio rodaba por la “Pax Romana”, conducido por su primer titular que había inventado la propaganda para blindar su imagen. Lo cuenta Paul Zanker, en “Augusto y el poder de las imágenes”. Octavio era el centro de todo y su divinización un instrumento para aglutinar al Imperio, a pesar de que él se presenta como primer ciudadano de una sociedad de ciudadanos y no de súbditos. 

Esa es su gran habilidad ante el pueblo. Poco le importaban las filosofías helenistas, y menos las tragedias. Así es que al emperador no le interesa que el pueblo piense y le da diversión. Por eso la escena del Teatro de Mérida es una pasarela de cincuenta metros. 

El teatro en Grecia era reflexión social y critica al poder, en blanco y negro. En la Roma de Augusto, divertimento y espectáculo en tecnicolor. Si no se permitía criticar al poder no tenía sentido que, en una Emérita de legionarios reconvertidos en labradores, se aburriera al respetable con historias tristes. Para eso no hacía falta una gran pasarela. Las pasarelas son para desfilar y llenarlas de gente y artilugios, frente a espectadores que han de salir contentos. 

Por eso, casi con toda seguridad, el primer guión trágico que acogieron los mármoles emeritenses fue el de aquella tarde noche de Junio del treinta y tres. La cuestión es saber cómo se propició aquello. 

Habría que considerar que el clima de regeneracionismo que vivían entonces los colectivos intelectuales era notable. Manuel Bartolomé Cossio, que continuaba la estela de Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza, había conseguido poner en marcha, desde 1922 , algunas “misiones ambulantes” para llevar “animación cultural al pueblo y fomentar la cultura de los maestros”. 

El propio Cossio presidió el Patronato de las “Misiones Pedagógicas”, creado por el primer Decreto que aprobó el Gobierno Provisional de la República, el 29 de Mayo del treinta y uno. Vocales eran nada menos que Antonio Machado y Pedro Salinas, entre otros. 

A las Misiones Pedagógicas se adscribieron dos singulares proyectos teatrales: El Teatro del Pueblo que dirigió Alejandro Casona y la Compañía de Teatro Universitario, “La Barraca”, de Federico García Lorca. Esta pasión por llevar al pueblo textos clásicos del mejor teatro español fue una epopeya  ambulante que llenó las plazas en los rincones más olvidados de España. 

Eso jugaba a favor de un espacio teatral inigualable, recién excavado para asombro del escaso veinte por ciento que leía asiduamente la Prensa, en aquella España de veintitrés millones de habitantes. 

Habría que expurgar muchos papeles para buscar otro impulsor concreto que no fueran  ese clima y la pasión de Margarita Xirgu, en su implicación excepcional, por su extracción social pobre, con lo que gran parte de aquella sociedad soñaba: Un pueblo instruido, redimido de su atraso secular por la cultura.

Ni siquiera Unamuno, enfrentado desde 1932 con la coalición Republicano Socialista que encabezaba Azaña, era razón suficiente para que se purgara aquel proyecto que el mismo recompondría literariamente. Habría que saber si, aparte de aquel “Cipri has estado como Dios ”con el que Azaña halagó a su cuñado por la dirección escénica, el Presidente del Gobierno tuvo algún detalle con el escritor y filósofo vasco, con el que andaba a tiros. 

Es cierto que existía ese clima renovador que hizo venir a la gente de Madrid,  como lo era también una derecha local, instruida y  librepensadora, que lucía un “Circulo”, con fachada de inspiración masónica y que recibió aquel evento con la mejor compostura, la misma de Romanones, años antes, al pasear aquellos graderíos recién excavados. Tal vez los tiempos complejos necesitan un repaso y ya empieza a abrirse espacio cronológico para hacerlo. 

No hay duda del carácter instructivo y culturizador, como idea fuerza de lo que nacía en Mérida. ¿Ha seguido esa línea siempre? Habría que rebuscar en la memoria y en los archivos para intentar averiguarlo.

Entretanto, convendría recordar que Fernando de los Ríos, el intelectual socialista que desautorizó a Largo Caballero, por apoyar la Dictadura de Primo de Rivera, no vino aquel junio como Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Simplemente porque una semana antes había sido nombrado Ministro de Estado y en esa condición estuvo, la fecha mítica, en la Mérida que tanto le había impactado en anteriores visitas y a la que había defendido  en los foros intelectuales que frecuentaba. A fin de cuentas el patrón clásico que resucitaba en Mérida era el mejor ejemplo de armonía y racionalidad con el que un masón de raíz krausista podía hacer pedagogía.

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