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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

¿Y Europa?

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Pablo García de Vicuña

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Tengo que reconocer que no era mi intención escribir ahora este artículo, que viene rondándome hace tiempo. Quería seguir documentándome para definir de forma más precisa si aquel intenso y polémico debate intelectual sobre Europa, de hace escasamente un siglo, entre Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset tenía un claro vencedor. Ante la repugnancia que al vasco le producía lo europeo, por sinónimo de lo moderno, respondía el filósofo madrileño con que España era el problema y Europa la solución. Ambos (aunque desde movimientos literarios distintos, el novenatoyochismo del primero, el novecentismo del segundo) buscaron la forma de regenerar un país que se había quedado sin referentes; deseaban una sociedad que aprendiese de sus defectos para transformarse en otra más acorde con los tiempos. La duda era hacia dónde volver la vista, hacia Castilla, símbolo de ese interior imperecedero que se había olvidado injustamente o más allá de las fronteras nacionales, donde brillaba una cultura común a la mayoría de los pueblos europeos.

El debate se cerró sin vencedor ni vencido; de hecho, no se cerró. Ha seguido vivo a través de los años y quien más quien menos tiene una idea aproximada de por dónde situarse. Tengo la sensación que hoy en día y aunque los partidarios de uno y otro lado tienden a equilibrarse, mantienen una cierta ventaja las ideas proeuropeístas. Sólo el Brexit ha sido capaz de reabrirlo de manera rotunda, generando mucha incertidumbre. El Reino Unido -y por ende el resto de países de la Unión- tuvieron que repensar si los asientos contables del debe y del haber económico, social y cultural Europa versus Estado-Nación inclinaban la cuenta de resultados de forma nítida hacia alguno de los dos lados. Las y los británicos ya han decidido con su salida y ahora toca saber qué tipo de organización europea queda para el resto.

Personalmente creo identificarme más con postulados europeos que con cualquier otro tipo de identidades, con las que me siento más constreñido. Acepto que se me pueda tachar por ello de cierto alejamiento de la pelea cercana (vasco, español, vasco-español, más uno que lo otro, sólo lo uno, o lo otro…) en busca de un refugio más genérico, más utópico que real. Pero, a cierta edad, reconozco cansancio mental para algunas cuestiones. Este posicionamiento, eminentemente cultural y político, no es definitivo y como humano que soy, está sujeto a altibajos en función de los flujos y reflujos informativos que recibimos diariamente, especialmente en el estado de alerta en el que nos encontramos.

Dos noticias sobre Europa y el coronavirus han hecho tambalear mis creencias orteguianas. La primera, la constatación de sendos fracasos de los jefes de estado y de gobierno de la Unión Europea en las dos reuniones mantenidas para acordar criterios comunes tanto para la ayuda sanitaria a los países más fuertemente castigados por el virus como a la hora de definir la futura recuperación económica, que aunque nadie sabe el cómo ni el cuándo acabará llegando. De tal calibre fue esta asonada europea que la propia presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, manifestó su vergüenza en una carta abierta, en los siguientes términos: “…en los primeros días de la crisis, ante la necesidad de una respuesta europea común, demasiados han pensado solo en sí mismos (…) Ha sido un comportamiento dañino y que pudo ser evitado”. Léanse estas palabras con todo el rigor protocolario y neutro que suele utilizar la política internacional, obsesionada por evitar daños directos a países miembros.

La falta de acuerdo europeo en esos momentos retrotrae en gran medida a las dudas que durante la crisis económica de 2008 tuvieron los países prósperos noreuropeos de los mediterráneos. Aquellas apelaciones de la canciller Merkel al trabajo concienzudo, al mayor esfuerzo de la cultura luterana y al despilfarro meridional tardarán décadas en olvidarse, al menos por quienes habitamos esos territorios decadentes.

La segunda noticia, más reciente, recoge la falta de solidaridad internacional, en este caso concreto, francesa, al saberse que la decisión del presidente Macron de nacionalizar toda la producción de mascarillas sanitarias que se encontraba en suelo patrio incluía también a la que se encontraba en tránsito, desde Suecia hacia España e Italia. Sólo la intermediación política en altas esferas y las continuas apelaciones a la urgencia permitió 'recuperar' la mitad del pedido. Actitudes canallescas, cuasi mafiosas que no consiguen enmascarar el fracaso del sentimiento europeo.

Todo parece indicar que la globalización del mercado no ha provocado en paralelo la universalización de la solidaridad y de la ayuda humanitaria; más bien, lo contrario. Ha hecho aflorar los sentimientos más despreciables del ser humano, el egoísmo y la avaricia. Nos lo recuerda nítidamente Marina Garcés en una reciente entrevista recogida en El Diario de la Educación, al afirmar que la crisis del Covid-19 ha puesto en evidencia grandes capas de precariedad económica, social, material y sanitaria dentro de ese capitalismo global. “Más que la fragilidad del sistema, lo que nos muestra es la desigualdad y la violencia social sobre la que funciona nuestra normalidad”, afirma la filósofa.

De ahí que aparezca una cierta desconfianza en el futuro que nos espera sobre esta Europa radical de mercaderes, que intenta venderse al mejor postor. El ETUCE (Comité sindical europeo de la Educación, que representa a 132 sindicatos de la educación y 11 millones de trabajadores en 51 países) ya avisa de los peligros de repetir mensajes tan desastrosos como los que recibimos de la crisis anterior: pérdida de servicios sociales, recortes bestiales en el ámbito público, austericidio a la carta.

Proteger los derechos, los contratos del personal educador, así como demandar con urgencia fondos públicos para hacer frente a los nuevos métodos de enseñanza que ha habido que generalizar precipitadamente son algunas de las exigencias públicas de Christine Blower, presidenta del ETUCE. Todo ello, sin embargo, quedará en saco roto si no somos capaces de producir un cambio de paradigma en las prioridades económicas y políticas de Europa, nos recuerda Blower. La receta es sencilla de entender, pero difícil de aplicar: cerrar el paso a una privatización y comercialización de los sistemas educativos, en auge desde que se dejó barra libre tras 2008. Europa no ha demostrado hasta la fecha energía suficiente para enfrentarse a esta situación, por lo que habrá que estar muy atentas/os a fin de no admitir error alguno. Cada vez son más voces las que alertan de situaciones críticas reiterativas en cada vez menos tiempo. Yayo Herrero, también es de la opinión: “…esta situación de emergencia, no es algo coyuntural, sino una nueva normalidad para la que habrá que actuar en tres ejes diferentes: apostar de manera clara por un principio de suficiencia; (…) trabajar la cultura del reparto, abordando la redistribución de la riqueza (…) y una política pública basada en la precaución, la cautela y el cuidado”.

Únicamente desde un planteamiento europeo común, que haga prevalecer el bien general sobre el particular; que restrinja la voracidad privada en beneficio del servicio público conseguiremos salir con la cabeza alta como sociedad. Hace ya casi un cuarto de siglo del célebre documento de Jacques Delors para la UNESCO sobre la educación del siglo XXI, que definió las cuatro competencias básicas que debían estar en la educación de cualquier ciudadana/o europea: Aprender a conocer, a vivir juntos, a hacer, a ser. ¿Está Europa aún en ello?

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