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Tres días como voluntario apagando llamas de 20 metros en el Amazonas

Algunos voluntarios se preparan instantes previos a la extinción de los incendios.

Pablo Correas Tébar

Bolivia —

Camino al mediodía por el centro de Santa Cruz de la Sierra, recién llegado de Samaipata, al este de Bolivia. De repente me encuentro con Matías, un viajero de Uruguay. A él lo conocí de manera breve junto a su novia Naina en Cafayate (Salta, Argentina) unas semanas atrás. Es un reencuentro inesperado, pues les había perdido la pista desde entonces.

Al poco de charlar con ellos me cuentan que van a partir al día siguiente como voluntarios contra los incendios que están asolando la parte más oriental de Bolivia, en pleno Amazonas. Me ponen en contacto con Mariano, un joven de la ciudad encargado de coordinar voluntarios y quedamos en salir al día siguiente.

Mariano me pone al tanto de la situación: el fuego está descontrolado desde hace varias semanas y las llamas superan los veinte metros de alto. Las condiciones climatológicas no ayudan nada en la lucha contra el fuego. Se trata de una región muy calurosa y en los últimos días hay mucho viento, por lo que el fuego avanza a seis kilómetros por día. Como consecuencia, la Secretaría de Medio Ambiente del Gobierno Departamental de Santa Cruz ya ha contabilizado cerca de dos millones de hectáreas afectadas por los incendios, de las cuales el 71% corresponde a las áreas protegidas y los bosques.

Desde el 1 de enero de 2019 se han registrado 31.000 focos de calor en el país, el 68% de ellos en Santa Cruz. Ante una situación tan catastrófica que provocará un desequilibrio en el ecosistema y puede traer consecuencias medioambientales, los cruceños no entienden la pasividad de Evo Morales a la hora de declarar los incendios como una emergencia nacional y aceptar la ayuda extranjera.

Tras un retraso de algunas horas, el viernes partimos siete voluntarios hacia Las Pateras, un poco más al este de San José de Chiquitos. Vamos ocho en el coche con el conductor, pero este tipo de cosas en Bolivia son completamente normales. Unas cuatro horas después, pinchazo y cambio de rueda incluido, llegamos al sitio indicado. Aquí se han instalado varios voluntarios, asociaciones y organismos en una casa comunal que sirve como campamento y centro de operaciones.

Desde hace varios días llegan donaciones de alimentos, montones de botellas de agua apiladas, medicamentos y material y equipos técnicos para acabar con el fuego, e incluso un par de bombonas de oxígeno. Los medios son un poco precarios, pero la solidaridad y las ganas de ganar la batalla al fuego hacen el resto.

Todos los voluntarios venidos de Santa Cruz y otros puntos del Estado Plurinacional de Bolivia están bien alimentados gracias a unas mujeres de Las Taperas que se encargan de cocinar los alimentos donados, básicamente a base de arroz, verduras y carne. También otras vecinas del municipio se acercan de vez en cuando para entregar café, empanadas y dulces caseros.

Entre las labores necesarias se incluyen las de limpieza y logística. Nada más al llegar, tratamos de recoger todos los plásticos que hay acumulados en todas partes del recinto y los alrededores, trabajo que dificultan los numerosos chanchos sueltos –como se les conoce a los cerdos aquí– que merodean la zona y acuden a hurgar entre la basura. También hay que ordenar y clasificar todas las provisiones para facilitar la entrega cuando es necesario.

Durante el día se suelen hacer monitoreos en el terreno, para ver cómo está la situación, y en la noche se pasa a la acción directa en los focos activos y brasas que pueden reactivar el fuego, a veces a varias decenas de kilómetros de distancia. Por cuestiones climatológicas, la noche es el momento del día cuando es más fácil realizar esas tareas.

En la zona también están instalados de manera temporal un regimiento de soldados del Ejército de Bolivia. Uno de los tres días que pasé en el lugar pude acompañar a dos voluntarios a llevar alimentos a su campamento. El lugar donde acampan es desolador. Dónde antes había selva y espesa naturaleza, ahora no hay nada por culpa del fuego.

Pude hablar un poco con el mayor Escobar y me comenta que sus soldados están muy cansados, ya que a veces tienen que recorrer distancias de varios kilómetros cargados con varios kilos de equipo para apagar focos de fuego. Él considera que una vez que acabe todo esto se debe activar una fuerte campaña de reforestación para recuperar lo perdido. Además, me explica que otra de sus funciones es repartir bebederos de agua por la zona para los animales que han sobrevivido al fuego. Lamentablemente, son muchos los que se han encontrado calcinados o vagando solitarios y desesperados.

En la última noche que paso en Las Taperas, por fin me autorizan para participar en una de las batidas antincendios. Para ello me proporcionan un traje protector, botas, casco, linterna frontal, gafas protectoras, guantes y un barbijo para no tragar ni respirar humo en exceso.

Salimos sobre las seis de la tarde, cuando ya está comenzando a atardecer –aquí todavía es invierno, aunque el calor sea intenso–. Para el traslado hay camionetas y los voluntarios vamos sentados en la parte trasera, mientras que uno de los vehículos lleva los materiales necesarios. En este caso partimos tres camionetas en total. El camino es pura arena y todo lo que rodea es jungla.

Las primeras horas de la jornada son totalmente improductivas porque, pese a que observamos varios focos grandes de fuego, no podemos avanzar ya que se trata de un territorio inaccesible por la presencia de un río entre medias. Sólo podemos acceder a través de una finca privada, pero como no hay nadie, tenemos que dar media vuelta.

Otra vez en Las Taperas, volvemos a partir hacia otro lugar donde hay focos activos. Esta se vez sí que vamos a trabajar. Una vez que llegamos al lugar, a varios kilómetros de distancia, el bombero forestal a cargo nos divide en tres grupos. Unos portan machetes para abrir paso en la jungla, otros portan mochilas de agua con manguera de veinte litros y el último grupo lleva palas para tapar con tierra las brasas. Yo me incluí de forma voluntaria en el grupo de las mochilas. El peso se hace notar mucho y hay que tirar fuerte de la manguera haciendo un movimiento de adelante hacia atrás para que el agua salga con presión y sea más efectivo.

El terreno es muy complicado por culpa de la abundante maleza. Te tropiezas constantemente y exige emplear mucha fuerza. El bombero forestal nos alerta de la necesidad de tener siempre encendida la linterna frontal, ya que nos podemos encontrar con víboras. Los fuegos a los que nos enfrentamos no son demasiado grandes y podemos extinguirlos con los medios que disponemos. Es muy importante asegurar que no quede ninguna brasa activa.

A medianoche llegan malas noticias: un grupo que se había adentrado en la selva para apagar un fuego que avisamos en un cerro, se ha perdido. La situación exige esperar con la esperanza de que consigan regresar. Felizmente, pasadas unas horas y cuando comienza a despuntar el alba, vuelven sanos y salvos. Nos confiesan que han pasado miedo, ya que es un terreno realmente peligroso por los animales que lo habitan, entre ellos los temidos jaguares.

La jornada había llegado a su fin y ya sólo quedaba regresar a Las Taperas para disfrutar del desayuno y una ducha de agua templada. Mi camino de regreso a Santa Cruz y al occidente de Bolivia continuaba, mientras decenas de personas llegadas de todo el país de forma voluntaria siguen haciendo frente al fuego con valentía y solidaridad.

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