El verano del descontento y qué podemos aprender de las huelgas de 1979 en Reino Unido

Andy Beckett

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Ha pasado mucho tiempo desde el llamado invierno del descontento de 1978-79 en Reino Unido. Entonces el país era muy diferente en algunos aspectos, como la familiaridad con los sindicatos, las políticas y hábitos de trabajo, y la distribución del poder y la riqueza. Algunos de los representantes y delegados sindicales, que lideraron las huelgas de aquel invierno y consideraban que lo que estaban haciendo era algo completamente normal y justificado, probablemente se sorprenderían de que aún hoy estemos hablando de ellos.

Sin embargo, lo hacemos. En Reino Unido, para muchos políticos, periodistas, empresarios, sindicalistas y votantes, algunos de los cuales ni siquiera estaban vivos cuando ocurrió, el invierno del descontento sigue siendo un punto de referencia: un episodio infame o célebre, algo que hay que repetir -un modelo para convertir las huelgas de este año en un “verano del descontento”- o algo que no debe volver a suceder. En resumen, es considerado uno de los acontecimientos fundamentales del último medio siglo.

Tal reputación está bien justificada. En 1979, año de la fase más activa del invierno del descontento, se perdieron casi 30 millones de días de trabajo por la acción sindical: el mayor total anual desde la década de 1920. En sí mismas, muchas de las huelgas fueron un éxito. En una época de inflación alta, al igual que ahora, las huelgas consiguieron aumentos salariales que igualaban o superaban el alza del coste de vida, lo que benefició a millones de trabajadores, muchos de ellos mal pagados y muchas de ellas mujeres. Trabajadores del cuidado, limpiadores, enfermeros, conserjes, guardias de tráfico, pilotos de avión, conductores de ambulancia, camareras: los huelguistas eran un conjunto mucho más diverso y, a menudo, digno de algo mejor que la caricatura de matones sindicales codiciosos esbozada, tanto en aquel momento como desde entonces, por periodistas e historiadores de derecha y políticos conservadores.

No obstante, la agitación también hizo caer un Gobierno laborista y llevó al poder a Margaret Thatcher. En efecto, puso fin a los compromisos imperfectos entre trabajadores, empresarios y políticos que habían convertido a Reino Unido en una sociedad económicamente mediana pero cada vez más justa durante gran parte del siglo XX. Esos compromisos fueron sustituidos por el mundo laboral que conocemos ahora: dominado por los empresarios, individualista, a menudo inestable y mal pagado, y regido por lo que Tony Blair describió con aprobación en 1997 como “las leyes sindicales más restrictivas del mundo occidental”. Aunque la crisis del coste de vida ha sido el detonante de las huelgas de este año, esta dura realidad laboral es el verdadero motivo de muchos de los paros actuales.

El invierno del descontento duró apenas unos meses. Pero, sin él, Reino Unido quizá habría permanecido en la línea de otros países europeos, de economías a veces más colaborativas y menos divididas en clases y jerarquizadas. Mucho antes del Brexit, encauzó al país en un camino diferente.

Todo el daño que el invierno del descontento hizo a la izquierda y todas las formas en que ayudó a la derecha -y el hecho de que estas consecuencias no fueran intencionales- conllevó a que los sindicalistas fueran cautelosos durante décadas a la hora de intentar llevar a cabo algo similar. Mientras tanto, la legislación británica contra el derecho a huelga se endureció sin descanso. La semana pasada, el moribundo Gobierno de Boris Johnson reunió la energía suficiente para aprobar una ley que permite a los trabajadores de agencias sustituir a los huelguistas. El número de afiliados a los sindicatos también se redujo a aproximadamente a la mitad desde 1979. Las campañas de huelga a gran escala han parecido cada vez más difíciles.

Retorno a la militancia laboral

Sin embargo, este año, el ánimo en muchos sindicatos ha cambiado. Sharon Graham, secretaria general de Unite, el mayor sindicato del sector privado, no se mostró en desacuerdo cuando la semana pasada un entrevistador de la BBC sugirió que Unite y otros sindicatos estaban amenazando con un verano del descontento. Hay huelgas previstas o en proceso de gestación por parte de los trabajadores del transporte, los bomberos, los abogados, los médicos, los trabajadores del servicio postal, los maestros, el personal de los ayuntamientos, los funcionarios públicos, los ingenieros de BT (la empresa de telecomunicaciones más grande del país) y los enfermeros. Quizá todo lo que se haya dicho sobre un posible verano de descontento resulte un eufemismo: es probable que los paros prosigan hasta el otoño y más allá.

Puede que el entorno jurídico y político sea hoy bastante más hostil a los sindicatos que en los años 70, pero muchos de sus miembros están desesperados económicamente y, por tanto, más dispuestos a hacer huelga que en las últimas décadas. A diferencia de los años 70, que fue un periodo generalmente bueno para los salarios, el salario medio en Reino Unido lleva más de una década cayendo por detrás de la inflación, desde mucho antes de que la crisis del coste de la vida fuera debidamente reconocida. La mayoría de las personas en situación de pobreza forman parte de un hogar en el que al menos una persona trabaja. Estas tendencias de empeoramiento han creado las condiciones para un retorno a la militancia laboral. Pero esta vez se trata de una militancia nacida de la vulnerabilidad y no de la fuerza.

En parte, por eso los huelguistas han recibido hasta ahora mucha simpatía de parte de la población, mucha más de la que el Gobierno o la mayoría de los medios de comunicación esperaban. Según un sondeo de Savanta ComRes, incluso el 38% de los votantes conservadores consideran que las huelgas ferroviarias han estado justificadas. Entre los más jóvenes, el apoyo fue mucho más alto: el 72% de los menores de 35 años respaldó los paros. Estos niveles de apoyo se dan a pesar de que tres cuartas partes de los empleados británicos y una proporción aún mayor de trabajadores autónomos no están afiliados a ningún sindicato. Las quejas de los huelguistas sobre el empeoramiento de las condiciones salariales y las presiones en el lugar de trabajo reflejan un descontento generalizado.

Que le den al 5%

Los 4,6 millones de personas que participaron en el invierno del descontento dieron inicio a sus huelgas en un contexto muy diferente. Los laboristas no solo estaban en el poder, sino que habían ganado cuatro de las cinco elecciones generales anteriores. Los sindicatos estaban en su punto álgido en términos de cantidad de afiliados, perfil social -algunos de sus líderes se encontraban entre las personas más conocidas del país- e influencia política.

Desde 1974, existía un acuerdo entre los sindicatos y el Gobierno, llamado contrato social, que comprometía al partido a aplicar las políticas deseadas por los sindicatos, como la derogación de la legislación antisindical promovida por el Partido Conservador y un mayor gasto en prestaciones estatales, a cambio de que los sindicatos aceptaran aumentos salariales no superiores a la inflación. Este tipo de acuerdos ha funcionado razonablemente bien en otros países europeos, y así era inicialmente en Reino Unido. Existía un diálogo casi constante entre los líderes sindicales y los ministros, inconcebible en el Reino Unido de hoy.

Sin embargo, para 1978, los resentimientos de ambas partes se habían fortalecido. El entonces primer ministro, Jim Callaghan, quería que el contrato social fuera más estricto en materia de salarios, mientras que los sindicatos querían que fuera más laxo. Con una inflación del 8%, el Gobierno dijo a los sindicatos que los aumentos salariales serían del 5% en el mejor de los casos.

En septiembre, los trabajadores de la fábrica de automóviles Ford -que hasta entonces había sido lo suficientemente cercana a Callaghan como para colocar a su hijo como ejecutivo- rechazaron una oferta salarial del 5% y se declararon en huelga. Más de 50.000 personas dejaron de trabajar. “Que le den al 5%”, decían sus pancartas, sugiriendo que la huelga era tanto contra la política salarial de Callaghan como contra la de Ford. Al cabo de dos meses, la empresa ofreció a los huelguistas un 17%, que fue aceptado. Se había sentado un precedente. “Hemos actuado como punta de lanza”, dijo un triunfante representante sindical de la Ford a la revista del partido comunista Marxism Today. El invierno del descontento estaba en marcha.

Entre noviembre y marzo, las huelgas se extendieron por todo el país. A menudo eran espontáneas, casi anárquicas, convocadas sin votaciones formales o incluso sin el permiso de las centrales sindicales. “Los guardias de tráfico han desaparecido de las calles esta tarde para poder asistir a una reunión masiva... en la que negociarán un acuerdo salarial”, informaba el Evening Standard el 15 de enero de 1979. Todavía no existían las leyes que hoy, además de exigir que las huelgas sean anunciadas con mucha antelación, establecen que las mismas deben llevarse a cabo bajo estricto control, regulando incluso cuánto ruido pueden hacer los piquetes en zonas residenciales.

“Era el mundo al revés”

En la década de 1970, al igual que durante gran parte del periodo de posguerra, las huelgas no eran vistas como una sospechosa categoría aparte dentro de la actividad política, algo que debía ser apenas tolerado si no prohibido por completo, como muchos británicos comenzaron a pensar desde entonces. Las huelgas de la década de 1970 eran a menudo disruptivas, a veces rechazadas y, en ocasiones, perjudiciales para el país, pero se consideraban parte de la vida política y económica cotidiana: los trabajadores daban su opinión, al igual que otros grupos de interés. El repentino interés que han suscitado este verano los sagaces argumentos esgrimidos por Mick Lynch, el lacónico secretario general del Sindicato Nacional de Trabajadores Ferroviarios, Marítimos y del Transporte (RMT, por sus siglas en inglés), sobre el disfuncional sector ferroviario británico podría ser el inicio de una toma de conciencia pública respecto de que no estaría mal que los trabajadores tuvieran un poco más de voz.

Durante el invierno del descontento, en las zonas más afectadas del país, los huelguistas no eran tan solo uno de los grupos de interés, sino que se convirtieron en el dominante. En la entonces aislada ciudad portuaria de Hull, un pequeño número de activistas sindicales del sector de camiones local organizó una huelga tan poderosa en su impacto que durante cinco semanas tuvieron bajo su control gran parte de la economía y la vida cotidiana de la ciudad. Los piquetes en todo Hull impedían el paso a los camioneros que transportaban mercancías. Mientras tanto, un “comité de dispensación” formado por delegados sindicales, sentados detrás de una mesa en la oficina del sindicato local, recibía una cola diaria de empresarios y otros suplicantes y decidía qué mercancías podían entregarse y cuáles no.

Frente a los pequeños piquetes de conducta ejemplar que suelen producir las huelgas hoy en día, es difícil imaginar una muestra tan expansiva, casi revolucionaria, del poder de los trabajadores. Los antiguos huelguistas de Hull que entrevisté para When the Lights Went Out (Cuando se apagaron las luces), un libro sobre Reino Unido de los años 70, tenían sentimientos encontrados sobre lo que habían hecho durante el invierno del descontento. “En muchos sentidos... me he arrepentido”, dijo uno. “Pero fue tan eficaz... Los empresarios se sintieron tan humillados. Era el mundo al revés”. La huelga también consiguió que los camioneros de Hull recibieran un aumento salarial del 22%.

Un invierno inusualmente frío agudizó los efectos de los paros. Las cargas que no habían sido descargadas se congelaron en los muelles. En todo el país, la sensación de que Reino Unido estaba paralizado se hizo difícil de separar del impacto de las huelgas. Las escuelas cerraron, los hospitales tuvieron dificultades, las estanterías de los supermercados se vaciaron, se formaban colas para comprar gasolina y la prensa de derechas presentaba el panorama de la forma más dramática posible. Hubo huelgas y otros conflictos laborales en varios de estos periódicos, lo que aumentó la indignación de editores y comentaristas por los paros en general.

Sindicatos, en caída libre

Un verano de descontento puede parecer menos sombrío. Como demuestra la falta de pánico público -e incluso el ambiente ligeramente festivo en algunos lugares- durante las primeras huelgas de transporte de este año, puede ser más fácil para la gente improvisar ante los obstáculos creados por las huelgas, o utilizarlas como excusa para hacer novillos cuando los días son largos y el sol brilla. Además, gracias a la COVID-19, el mal funcionamiento de la economía mundial, el caos y los recortes a lo largo de los 12 años de Gobierno conservador, los británicos se han acostumbrado a la escasez y las crisis. Es posible que la irrupción de la huelga de este año no sorprenda ni sea percibida con especial intensidad.

Al menos, no al principio. Las huelgas pueden desgastar a la gente o desanimarla poco a poco. Durante el invierno del descontento, las encuestas de opinión mostraron pocos cambios durante las primeras semanas, con los laboristas y los conservadores más o menos igualados. Pero en enero de 1979, a medida que las huelgas se prolongaban y Thatcher empezaba a presentarse con más fuerza como la solución a que los sindicatos estuvieran “por encima de la ley”, el apoyo a los conservadores aumentó y el apoyo a los laboristas, que muchos votantes consideraban ahora demasiado débiles frente a los sindicatos, cayó en picado.

Aquel apoyo no se recuperó. La ira contra los huelguistas se extendió por todo el espectro político, desde el director de cine anarquista Lindsay Anderson, que los atacó calificándolos de “materialistas” y “sectarios”, hasta el poeta Philip Larkin, que los llamó “bastardos de clase baja” en una carta a su amigo Kingsley Amis, tan derechista como él.

A finales de febrero y principios de marzo de 1979, las huelgas fueron remitiendo, en general gracias a la concesión de aumentos salariales por encima de la inflación. La idea de que los sindicatos codiciosos habían intimidado al Gobierno -y de que aquello era de lo que el invierno del descontento se trataba- se fijó en la mente de muchos británicos y allí permanece desde entonces.

Sin embargo, este año, cuando el Partido Conservador y sus aliados en la prensa han tratado de comparar a la nueva generación de huelguistas con sus antepasados de finales de los 70, la idea de la conexión no ha tenido repercusión. Demasiadas cosas han cambiado. Son los conservadores, y no los laboristas, quienes están en el poder. Por lo tanto, son ellos los culpables, al menos en parte, de cualquier problema con lo que todavía se llama en inglés “relaciones industriales” (la industria británica ha sido desmantelada en gran medida bajo gobiernos conservadores). Amplios sectores de la economía ya no están controlados por los “barones sindicales”, si es que alguna vez lo estuvieron. A muchos votantes, el ataque a los sindicatos ya no les parece valiente e iconoclasta, sino más bien, dado lo debilitados que están los sindicatos, una forma de intimidación.

Lecciones que aprender

El invierno del descontento todavía tiene cosas que enseñarnos sobre las libertades y los límites del poder de los trabajadores y sobre cómo las rebeliones pueden salir mal. Pero puede que una huelga anterior y menos recordada de los años 70 resulte aún más relevante. Durante los primeros cuatro años de la década, Reino Unido tuvo un Gobierno tory, liderado por Edward Heath. En 1974, con la inflación en aumento, la economía hundiéndose, los conservadores divididos y su popularidad cayendo, Heath intentó aprovechar una huelga del Sindicato Nacional de Mineros en beneficio propio.

Pero los huelguistas no se comportaron mal durante los piquetes, como el Gobierno esperaba. Gran parte del público los apoyó. En febrero, Heath convocó elecciones anticipadas. En una emisión especial de televisión, dijo que los votantes tenían que elegir entre su Gobierno, que “lucharía enérgicamente contra la inflación”, y “cierto grupo de trabajadores”. Perdió las elecciones. Los conservadores aspirantes al Gobierno que pretendan atacar a los sindicatos deberían tomar nota.

Traducción de Julián Cnochaert.