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La Generación Playstation

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Daniel Moreno

Con este título muchos pensaréis que vamos a hablar de la historia de la primera consola de Sony, de sus cifras de ventas y de su catálogo de juegos o de cualquier otro dato técnico o estadístico que sirva para reflejar la importancia que esta consola tuvo a la hora de marcar a fuego la historia de los videojuegos. No vamos a hablar de porqué Sony decidió meterse en este mundo tras su ruptura con Nintendo, ni de la batalla entre las tres principales plataformas existentes por aquel entonces en el mercado, Sega Saturn, Nintendo 64 y la propiaconsola de Sony. Nos dan del todo igual las estrategias de marketing que la compañía japonesa utilizará para meternos la marca Playstation hasta en la sopa, las facilidades dadas por aquel entonces a los desarrolladores o incluso la fecha exacta de su primera aparición en público. Aquí lo único de lo que vamos a hablar es de cómo vivimos nosotros, la actual Generación Playstation, la llegada y posterior auge de la consola, de cómo a muchos de nosotros consiguió introducirnos de cabeza en una afición que nos duraría años y que en la gran mayoría de los casos aún perdura como uno de nuestros principales hobbies.

Claro que muchos ya habíamos hecho nuestros pinitos en esto de los videojuegos. Por aquel entonces una de las mejores noticias que podían darte tus padres era la de ir de visita a casa de cierto primo poseedor una Mega Drive o una Super Nintendo o de cierto tío con un ordenador suficientemente potente como para hacer correr elDoom o el primer Quake pese a que algunos nos diera miedo jugar solos más de diez minutos. En mi caso llegue a tener en casa una Master System II que me trajeron los Reyes, aunque más bien se trató de un autoregalo que se hicieron mis padres, pues no soltaban el Sonic ni para comprobar que yo no estuviera dentro de la bañera con una tostadora enchufada y un bote de analgésicos como sonajero. Claro que esto no era su culpa, después de todo por aquel entonces no era tan fácil guardar la partida.

Más tarde y con un poco más de conciencia apareció por mi casa la que estaba llamada a revolucionar mi vida gracias a unos gráficos de infarto y un hardware capaz de reproducir CDs. ¿Playstation? No, Sega Saturn. Y ¿por qué elegí Saturn en vez de la ya por entonces exitosa consola de Sony? Simplemente porque era la consola que tenía mi mejor amigo de la época, y porque juegos como Virtua Fighter, Sega Rally, Sega Worldwide Soccer 97, Sega Touring Car y Panzer Dragoon me dejaron, como se dice coloquialmente, con el culo torcido. Sin embargo mi amor por Saturn fue decayendo irremediablemente en cuestión de meses y no tardé ni un año en reunir mi dinero ahorrado de Reyes y cumpleaños para comprarme una radiante Playstation con dos mandos, una memory card y el juegazo Soviet Strike versión Platinum.

Playstation supuso la muerte del amor de mis padres por los videojuegos al perderme a mí como hijo y el nacimiento en mi interior de una pasión que más tarde sólo podría definir como “amor de gamer”. Se acabaron las partidas ocasionales, se acabaron las visitas a casa de mis primos, se acabó mi fascinación por el PC hasta que tuve suficientes medios para hacerme con uno propio capaz de mover algo más que el paint y el buscaminas. Me introduje pues de lleno en la llamada Generación Playstation de la que ya formaban parte un gran número de mis amigos.

Comenzamos entonces a formarnos en este mundo, y como cualquier recién llegado todo videojuego nos valía. Por aquella época poco importaba tener entre manos un juego de acción, un plataformas, un simulador deportivo o un RPG. Cualquier juego recién salidito del horno y que generara el más mínimo hype (interés mediático) era digno de ganarse un rincón en nuestra estantería. Mientras que ahora miramos al dedillo cada detalle, buscamos una ambientación exquisita, y nos aburrimos con cualquier cosa que destile cierto olor a reciclado, antes podíamos echar horas y horas a cualquier juego, por muy malo que fuera. Quizás no teníamos una opinión formada, quizás no contábamos con los deberes y obligaciones propios de un adulto, capaces de hacerte valorar cada minuto libre de tu tiempo, quizás vivíamos eufóricos por encontrarnos en el centro de lo que muchos de nosotros hemos considerado posteriormente como una auténtica revolución tecnológica.

El caso es que para el recuerdo quedan títulos como el primer Gran Turismo, Resident Evil, Fifa 98, Tekken 3, Tomb Raider 2, V-Rally 2, Hércules, Final Fantasy VII y VIII, los primeros Medal of Honor, Crash Bandicoot, Cool Boarders 4, Spyro The Dragon, Tony Hawks Pro Skater, Syphon Filter, Ace Combat 2, Dino Crisis, Medievil, Need for Speed Hot Pursuit, Oodworld y Wipeout. Descubrimos entonces las viciadas de doce horas casi el 90% de las veces en solitario. Sesiones que por cierto daban para mucho, dándote la oportunidad de catar tres o cuatro juegos sin pestañar, algo que a día de hoy parece imposible, pues o el tiempo pasa más deprisa o realmente se nos escapa en cosas antes prescindibles como conseguir todos los logros habidos y por haber, diseñar nuestro personaje para que sea idéntico a Chuck Norris travestido, actualizar el juego, volver a hablar con tal personaje olvidado de la primera pantalla si es que no ha muerto por cosas del destino, actualizar la consola, recuperar tal objeto único fundamental para el devenir de los acontecimientos, desbloquear tal arma de destrucción masiva, aprender una ecuación de botones de tercer grado para realizar un simple regate, volver a actualizar el juego, descargar una camiseta rosa fucsia con un pato de goma azul para nuestro héroe, leer de nuevo los objetivos de la misión porque estábamos pensando en bajar o no la basura y se nos han olvidado, poner a cargar el mando, alguien ha comentado nuestra foto de gatitos de Facebook, actualizar el juego one more time… en vez de dedicarnos a la acción y al disfrute directo.

Por aquel entonces realmente no pedíamos demasiado. En el caso de varios juegos bastaba con un algo indescriptible que fuera capaz de engancharnos a la pantalla durante horas, títulos a los cuales hemos tardado años en ver sus garrafales fallos llegando a preguntarnos cómo pudimos pasar tanto tiempo enganchados a ellos. Sin embargo aún tenemos muy presente a las intachables viejas glorias, juegos que han abierto un camino y cuyas secuelas siguen guerreando generaciones después. En mi caso Metal Gear Solid fue mi fetiche. Me enamoré de él desde su primer tráiler y bebí cada gota de información hasta conocer todos sus secretos, no en vano me lo terminé incontables veces seguidas sin pestañear pues simplemente se trataba de algo mucho más grande que un videojuego, era una auténtica experiencia interactiva que se acabó filtrando por cada brecha de mi entonces dilatada imaginación. ¡Qué demonios! Quería ser Solid Snake, quería rescatar a Meryl y poseer la profunda voz del genial Alfonso Vallés, tristemente desaparecido junto al resto del reparto en posteriores entregas. La variedad de situaciones, sus carismáticos personajes, sus diferentes finales, sus trabajados diálogos así como su cuidado argumento y la emotividad de todas y cada una de sus escenas de vídeo propiciaron el que para muchos aún es el mejor juego de la historia, un título imitado pero no alcanzado por sus demasiado enrevesadas secuelas.

En este punto, echando la vista atrás y viendo en qué nos hemos convertido, ¿dónde quedó ese entusiasmo, esa alegría por cada nuevo lanzamiento, por cada rumor o cotilleo de un juego largamente esperado? Ese sentimiento era el que nos hacía bajar religiosamente una vez al mes al kiosco para comprarnos la Hobby Consolas, la Play Mania, la Revista Oficial Playstation, etc. en busca de las últimas noticias y en busca de los muy preciados discos con “demos”. Ese sentimiento que nos hacía empapelar la habitación con posters de Driver y Soul Reaver fue dejando paso con los años a una cierta desconfianza. Nos forjamos a bombo y platillo, y aunque aún hoy nos emocionemos cual colegialas amantes de Justin Bieber con cada noticia que augura un prometedor proyecto, nuestra percepción y nuestra forma de asimilar y transmitir a los demás dicha noticia no es ni mucho menos la misma.

Nuestro estómago insaciable y nuestra ingenuidad adolescente han dejado paso a la ironía, al sarcasmo y a cierta quemazón incontrolable ante la sensación de que tratan de vendernos una y otra vez los mismos juegos que ya disfrutamos tiempo atrás: somos unos malos bichos. Comparando la ristra de títulos ubicada apenas tres párrafos atrás con los videojuegos de hoy en día podemos ver que, aun siendo los juegos actuales infinitamente superiores tanto en calidad técnica como en contenido y posibilidades, las historias que cuentan y sobre todo las sensaciones que transmiten, no son, salvo valerosas excepciones, apenas comparables.

A veces tenemos la impresión de estar ante una copia de una copia de una copia, algo que cualquier persona de la generación de NES o Super Nintendo podría afirmar con razón de nuestros juegos de Playstation. Y es que como diría Woody Allen, la nostalgia es una auténtica trampa capaz de nublar nuestra forma de ver el mundo, capaz de hacernos sentir que todo tiempo pasado fue mejor.

Finalmente a los dieciséis años, con una flamante PS2 oxidándose sobre mi escritorio por culpa de un recién adquirido PC, decidí vender mi fiel Playstation a un compañero de instituto con su mando original, una de mis cuatro memory cards y una colección indecente de juegos por unos míseros ochenta euros. No recuerdo si necesitaba el dinero para una tabla de skate que nunca supe utilizar, para ruedas para mis patines o para un nuevo palo de hockey. Seguramente me lo acabé gastando en alguna memez sin sentido, pero lo que nunca podré olvidar es la sensación, un par de años más tarde, de haber dejado en la estacada a una incansable compañera. A los dieciocho me independicé y me fui a la universidad. Nunca más volví a saber de ese chaval del instituto, y peor aún, de mi querida Playstation.

Aún la recuerdo sobre mi escritorio con su botón de encender descolorido de tanto uso y su brillante lucecita verde. Es entonces cuando la nostalgia se convierte en un arma de doble filo, cuando siento que ninguna otra máquina podrá imitar jamás su portentoso corazón de 32 bits.

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