La memoria histórica nació con nombre de mujer en un lugar de España en el que no hubo frente de guerra
El 2 de noviembre de 1939 un grupo de mujeres de Villamediana iniciaron sin saberlo el camino hacia la memoria y la dignidad en la historia de España. Lo hicieron con las faldas remangadas, atravesando descalzas el río Iregua, mojadas hasta la cintura y rasgándose las vestiduras con los alambres de espino al pasar en silencio por delante de la garita donde custodiaba la Guardia Civil. “Ustedes no pueden estar aquí, tengo orden de echarlas”, les dijo un agente cuando ya estaban dentro. “Rechorra, usted tendrá orden de que nosotras no estemos aquí pero yo tengo a mi marido enterrado porque me lo han matado ustedes y de aquí no me saca ni a rastras”, contestó Catalina con los brazos en jarras.
Catalina, ‘la Rici', acababa de salir de la cárcel después de tres años encerrada. Allí, entre rejas, se despidió de su marido, Martín Mena Vicente, una noche de 1936 para no volver a verle más. Su historia es la de muchas. Para ellos la vida acababa de repente, con un disparo en lo alto de un cerro. Para ellas, la condena duraría toda la vida.
Algunas la sufrieron en silencio, apartadas y envueltas en miedo. Otras decidieron luchar por la memoria y la dignidad de sus muertos. Unas y otras hicieron historia. Son las Mujeres de Negro de La Barranca, las que consiguieron erigir sobre una fosa común en la que yacen más de 400 cuerpos uno de los principales memoriales a los represaliados del franquismo que existe en España.
Aquel primer año, 1939, fueron unas cuantas mujeres de Villamediana. Con el tiempo empezaron a ser muchas más; cada vez venían de más lejos. Con un atadillo de comida para el día y unas flores, viudas, madres, hijas y hermanas recorrían kilómetros a pie cada primero de noviembre hasta la fosa común en la que yacían sus familiares. Las trataron de locas, les dijeron que allí no había nada. Pero persistieron. Y resistieron. Aguantaron vejaciones, insultos e incluso violencia, les raparon la cabeza y les hicieron purgas de ricino pero ellas respondieron con dignidad, luciendo el luto negro que el régimen les impedía.
La guerra apenas llegó a La Rioja pero sí se instaló el horror
En La Rioja no hubo guerra pero sí represión. Tras el golpe militar de julio de 1936, el nuevo poder se estableció con fuerza sin encontrar apenas resistencia. No hubo campo de batalla pero sí detenciones y camiones con “sacas” de presos circulando por las noches hacia el peor destino: la muerte en tapias de cementerios, cunetas o descampados. En La Rioja fueron más de dos mil personas ejecutadas, una quinta parte de ellos, en La Barranca. El primer camión llegó allí desde Navarrete el 10 de septiembre de 1936 a plena luz del día. Seis personas fueron ejecutadas y trasladadas al cementerio de Lardero. Dos días después serían ocho más, todos ellos campesinos y esta vez de madrugada. Fueron los primeros que quedaron en aquella zanja en mitad de ninguna parte.
La zanja en la que acabó su vida Pedro Bretón Jaén. Su nieto, Pedro Navarro, recuerda su primera visita a La Barranca con apenas cinco años. Hoy, con más de 80, pasa allí muchas horas sentado en una silla de madera. “Aquel asesinato de mi abuelo acabó con su vida y condenó la nuestra para siempre”, recuerda, “siempre fuimos señalados en el pueblo y con 18 años tuve que irme una temporada a Francia porque cada vez que pasaba algo en Villamediana, la Guardia Civil venía a por mí a casa”.
El suyo era conocido como el pueblo de las viudas. Hasta 64 mujeres de Villamediana de Iregua perdieron a sus maridos a manos de la barbarie franquista. “La Carmona se quedó viuda con 17 años, estando embarazada, le mataron al novio, Cándido Lasanta Pascual, que tenía 19”, cuenta Pedro mirando hacia el rincón en el que una rosa roja marca el lugar en el que está enterrada, “él, desde la cárcel y sabiendo cuál sería su final, escribió una carta a sus padres para decirles que ese bebé era suyo, que le atendiesen. Y así fue; la niña tuvo familia materna y paterna. Ahora la Carmona está aquí, en la misma tierra que Cándido”.
Cuando jugábamos de niñas y alguna se enfadaba me insultaba diciéndome: tú cállate que eres hija de fusilado.
Pedro cuenta hoy emocionado aquellas historias que le han acompañado toda la vida. Junto a él se sienta Ricardo Blanco, su amigo y presidente de la Asociación para la Preservación de la Memoria Histórica en La Rioja. Tiene 88 años y lleva 84 acudiendo a La Barranca. “La primera vez que viene fue en borriquilla con cuatro añitos, me montó mi abuela y me trajo a ver a mi abuelo”. Desde entonces no se ha separado de este lugar que en el 39 era un trozo de monte con maleza y hoy es un cementerio civil y un memorial de referencia en España. “Ahora cuando vienen visitas a La Barranca, sobre todo cuando vienen chavales de los institutos, les digo que miren lo hermosas que están aquí las rosas rojas, parecen de terciopelo, y es porque están abonadas con la sangre de nuestros familiares y regadas con las lágrimas de las Mujeres de Negro”, explica Ricardo con una sonrisa que va desapareciendo mientras echa la vista atrás y recorre las historias.
Ricardo y Pedro hojean un libro de fotografías editado por la asociación a la que ambos pertenecen. Se detienen en una, la de Pilar, viuda de Fernando Esquete. La imagen muestra a la mujer vestida de negro, totalmente derrotada y rodeada de sus cinco hijas y su hijo.
A Pilar le arrebataron a su marido y todo lo que tenía, cuentan. Se quedó con las niñas viviendo debajo del Puente de Piedra de Logroño, les cortaron el pelo, les dieron aceite de ricino y le dejaron en la calle porque “además de matarlos por rojos, les ponían multa a sus familias, no se trataba de destrozar una vida sino todas las que la rodeaban”.
La historia se repite una y otra vez. Ricardo cuenta la de su abuelo, Mauricio Blanco, “el hombre que murió dos veces”. A Mauricio le metieron en un furgón con otras seis personas en agosto del 36. Al llegar al lugar en el que iban a fusilarles, Mauricio le dijo al cargo falangista que dirigía la ejecución que su primo era Emilio Blanco, comandante del ejército de Franco. Sin mediar más palabra, fusilaron a sus seis compañeros y a él le dejaron marchar. Pero apenas le dieron un mes más de vida. En septiembre de ese mismo año le cogieron cuando fue a dar el pésame a la familia de Román Zaldivar, recién fusilado. El 12 de septiembre fue uno de los que “estrenaron” La Barranca, quedando viuda su mujer con nueve hijos y condenada para siempre.
La Barranca, el consuelo para quienes ni siquiera estuvieron allí
Aquel verano del 36 fue el verano del horror en La Rioja. Ese mismo mes de agosto mataron al abuelo de Marisa Martínez. Era el secretario de UGT y le llamaron para convocarle a un encuentro. “Mi abuela le avisó de que no subiera, sabía que estaban matando a gente. Pero él tenía claro que no había hecho nada y fue. Le acompañó a su hermano. Esa noche les mataron a los dos”, relata. Sólo supieron entonces que se los habían llevado en un camión. La abuela de Marisa nunca volvió a hablar de ello. “Con los años tratamos de conseguirle una pensión pero no podíamos demostrar que era viuda, nos decían que seguro que mi abuelo se había ido a Francia con una puta. Pero nunca nos rendimos”. En 2010 consiguieron encontrar su ADN en la exhumación de La Pedraja, en Burgos. Para entonces llevaban años acudiendo a La Barranca pensando que podría estar allí. Toda la familia de Marisa se tuvo que ir poco a poco a vivir fuera del pueblo, de Castañares. “Cuando empezamos a buscar a mi abuelo hubo quien nos dijo en el pueblo que nos tenían que haber matado a todos, llegaron incluso a amenazarnos de muerte. Mi abuela no quería que hiciéramos nada, tenía demasiado miedo”, relata Marisa.
Otra mujer que vivió el terror fue Teresa Lumbreras, abuela del actual alcalde de Casalarreina, Félix Caperos. Su marido, concejal del pueblo, fue asesinado y ella tuvo que dejar a sus hijos con un familiar en Bilbao bajo los bombardeos. Fueron evacuados a Francia y, cuando consiguieron reunirse de nuevo, apenas la conocían. Tenía la cabeza rapada y el miedo en el cuerpo pero nunca dejó que su historia se olvidase.
Más de 400 cuerpos yacen amontonados hasta en siete alturas en tres zanjas en La Barranca entre capas de cal a poco más de 5 kilómetros de Logroño. Sus familias siguen honrando su memoria. La dignidad y resistencia de aquellas viudas hizo que sus historias no se olvidasen y que aquel trozo de monte se convirtiese en lo que es hoy. El 1 de noviembre del 77 se empezó a fraguar la idea. “No sabíamos cómo hacerlo pero todos los familiares sentíamos que teníamos que dignificar La Barranca”, relata Pedro, “entonces uno que venía de vendimiar cogió un cunacho del tractor y dijo a los presentes que echase cada uno lo que pudiese para empezar a recaudar dinero”. En aquella primera colecta se consiguieron 178.000 pesetas. El 1 de mayo de 1979 se inauguró La Barranca, el lugar en el que La Rioja recuerda su historia para no volver a repetirla.
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