En mi primera columna mencionaba la comunidad de ermitaños y ermitañas que surgió en torno a san Millán (con minúsculas, porque hablamos del santo). Esto me recordó una visita guiada en la que participé como oyente. Durante ella, la guía comentó que en el lugar que teníamos ante nosotros, un solar de dimensiones medianas en el que actualmente había un campo de cereal, hubo antaño algo raro y excepcional: un monasterio dúplice. Porque, claro está, debía ser cosa extraña en la oscura Edad media que existieran lugares así, en los que hombres y mujeres compartían espacio. Y yo no dije nada, pero en mi cabeza saltó una pequeña alarma. ¿Por qué cuesta tanto creer que podían existir lugares así? ¿Acaso es cierto que solo había unos pocos y que estos eran excepciones en un mundo donde los religiosos y las religiosas debían habitar espacios cerrados?
No voy a mentir afirmando que el mundo religioso medieval no era misógino ni patriarcal. Tampoco voy a engañarles: para cuando estuve en aquella visita ya llevaba un tiempo trabajando sobre monasterios y sabía perfectamente lo que voy a contarles hoy. Porque, en realidad, el monacato dúplice no fue una realidad tan extraña y descabellada.
La hagiografía, la literatura de santos, habla a menudo sobre comunidades de anacoretas como la que aparece mencionada en la Vita Sancti Emiliani, con la que terminé la primera vez que me presenté ante ustedes y con la que he comenzado hoy. Se trataba, a grandes rasgos, de grupos de hombres y mujeres que se alejaban del mundo para vivir en el desierto, en la montaña, en una soledad relativa que se rompía cuando compartían, por ejemplo, oficios litúrgicos. Y este es el germen de lo que llamamos monacato dúplice.
Por supuesto, hubo otras fórmulas en las que se daba una convivencia entre hombres y mujeres dedicados a Dios a través del ascetismo. Por ejemplo, los monasterios familiares. En este caso hablamos de familias que, en un momento dado, decidían (no vamos a valorar o analizar de qué manera) abrazar la vida monástica, pero no abandonaban su lugar de residencia, convertido a partir de ese momento en un pequeño cenobio. Evidentemente, podemos hablar de viudas que tomaban esta decisión junto a sus hijas, y en este caso no se trataría de monacato dúplice. Sin embargo, esta no era la única posibilidad. Podemos encontrarnos monasterios familiares en los que estaban papá, mamá y los hijos e hijas. Así, aunque estrictamente no se trataría de la misma realidad monástica, vemos que guardan una estrecha relación.
Si queremos hablar de monacato dúplice de forma más precisa tenemos que mencionar a aquellas comunidades en las que un grupo de hombres y otro de mujeres compartían parte de los espacios del cenobio, generalmente el templo, mientras se dedicaban a las labores propias de su estado. Contaban con espacios habitacionales separados entre sí, a veces diferenciados de forma clara al existir un edificio dedicado a hombre y otro a mujeres. En tal caso, lo normal era que ni siquiera pudieran verse en las misas y otros oficios, que se organizaba de tal manera que fuera imposible que religiosos y religiosas se cruzasen. Se formaban así dos comunidades separadas pero unidas en un mismo monasterio, que a veces contaban con un abad y una abadesa.
Entiendo perfectamente que a nuestros ojos esto resulte chocante, y aquí es donde entra en juego la jerarquía eclesiástica, compuesta por varones, con la intención de poner orden. Evidentemente, el asunto de los monasterios familiares no fue bien visto casi desde sus inicios, y muchos eclesiásticos y autores de reglas de convivencia monástica los veían como pseudomonasterios. A ello hay que unir una idea sobre la que hablaremos mucho en este espacio: para la visión eclesiástica tardoantigua y medieval, la mujer es en sí misma ocasión de pecado, y en ella ven claramente a la Eva que trajo a la humanidad la mortalidad y el dolor (especialmente para nosotras, para las que nos legó parir con dolor, tal y como indican las Escrituras). Así, las mujeres aparecen ante sus ojos como unos seres incapaces de dominar por completo sus instintos y de tentar al varón para hacerle caer en el pecado.
Soy plenamente consciente de que esto que les estoy contando es merecedor de más párrafos para poder explicarlo con más detalle, pero como tendremos tiempo para ello es mejor que sigamos con el monacato por ahora. Con esta idea de fondo, es comprensible que el monacato dúplice supusiera un quebradero de cabeza para estos varones. ¿Cómo era posible garantizar la castidad y pureza de religiosos y religiosas si existía el peligro de que cayeran en el pecado?
Desde luego, es algo que preocupaba a Gregorio Magno. Sobre estas cuestiones, el pontífice y padre de la Iglesia latina señalará en varias ocasiones el peligro que supone la convivencia entre monjas y monjes, ya que en estas circunstancias ambos caerían en el pecado. Pero no solo los papas le daban vueltas al asunto, sino que en el ámbito hispano también fue motivo de discusión. De hecho, son varias las veces en las que los concilios hispanos tratan asuntos relacionados con la convivencia de clérigos con mujeres que no fueran sus esposas.
En general, se considera que el fenómeno del monacato dúplice en la península Ibérica quedó regulado a través del cánon XI del II Concilio Hispalense (619). En él se establecía claramente la práctica de la “tuitio”, la tutela, de los monasterios femeninos que consistía en el gobierno y protección del monasterio femenino por parte de una comunidad masculina.
Sin embargo, a nivel social la práctica estaba bastante aceptada y extendida, por lo que continuaron fundándose comunidades mixtas durante mucho tiempo. Contamos con ejemplo que así lo demuestran, como el monasterio de Sobrado, cuya fundación puede datarse entre 951-952. En este caso, sabemos que la comunidad se componía de dos grupos, uno de varones y otro de mujeres, y que contaba con un abad y una abadesa. Incluso conocemos otros casos similares hasta el siglo XII, aunque con el tiempo y las sucesivas reformas de la vida monástica estas comunidades mixtas fueron a menos.
Y es en este momento en el que el obispo compostelano Gelmirez recibió un reproche explícito por parte del papa Pascual II. Según la Historia Compostelana, el pontífice dijo: “Y es del todo inconveniente que en vuestra propia región vivan monjes con monjas, según hemos oído, y para cortar esto esté al acecho tu experiencia para que, los que están juntos, sean separados en habitaciones alejadas”.
Con todo ello llegamos al siglo XIII, momento en el que estas comunidades dúplices comenzaron a desaparecer casi definitivamente. Momento en el que en la mentalidad colectiva de los creyentes (de la que nos guste o no descendemos y que nos guste o no ha dejado una huella profunda en nuestra forma de ver el mundo) se asienta la idea de qué monjes y monjas no debían estar ni junto ni revueltos. Y de ahí, con el paso de los siglos, surge la de que estas comunidades debieron ser algo raro, extraño, excepcional, que casi no existió salvo en pequeños reductos. Vamos, lo que nos contó la guía en aquella visita a la que me refería.
Se preguntarán por qué no dije nada si entonces yo ya sabía todo esto. La respuesta es a la vez sencilla y compleja: una mezcla de timidez, de no querer estropear la mañana a la guía que se había preparado la visita con esmero y de esperar a tener la opción de poder contar estas cosas con más tiempo y calma. Como he hecho hoy.