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La campaña “a la madrileña” de Ayuso sortea su gestión del virus y la izquierda se encomienda al sur más abstencionista

Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado en el mitin final de la campaña.

José Precedo

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Si Gurb, el extraterrestre de Eduardo Mendoza, aterrizase en este Madrid de la pandemia para seguir la campaña electoral, regresaría desconcertado a su planeta de origen. En la Comunidad que acumula mayor número de víctimas y de contagios en términos absolutos desde que irrumpió el virus hace más de un año, la misma que vio colapsar su sistema sanitario y registró 4.200 muertes en las residencias solo en marzo de 2020, la responsable de gestionar los servicios públicos, Isabel Díaz Ayuso, ha sorteado todo eso para ofrecer a los votantes dos años más de vida “a la madrileña”. Que se resume en poder tomar cañas a la salida del trabajo porque aquí –no como en el resto de España y de países europeos– la hostelería ha seguido abierta: no solo las terrazas que también se permiten en otras zonas, en el interior de los bares, contra todo lo que recomiendan los científicos y las autoridades sanitarias de todo el continente.

Un par de líneas de contexto: Madrid ha permanecido en la parte alta de la incidencia un año entero y solo cayó en picado cuando se cerró el país entero. La región ha estado en riesgo muy alto desde el verano. El 29 de abril había 2.721 enfermos hospitalizados con COVID-19, el 15% del total de camas. Los contagios en Madrid son 3.000 diarios. En Valencia, que ha decidido tomar el camino contrario, son 200. Pese a todo, la tesis general que pretende instalarse es que Madrid no le ha ido peor que a otras regiones con su política, que la candidata y presidenta Ayuso identifica con “la libertad”. Libertad frente al socialismo o frente al comunismo ha sido el marco de la campaña. Y en vísperas de la recuperación, bajadas de impuestos que solo beneficiarán de verdad a quienes más ganan.

Ayuso ha planteado una campaña de eslóganes para que no fuera un plebiscito a su gestión y es ahora la gran favorita para repetir en la Puerta del Sol. “Socialismo o libertad”, replanteado como “comunismo o libertad” cuando Iglesias entró en campaña y la idea fuerza de que el Madrid que conocemos –las cañas, las terrazas y hasta el bocadillo de calamares– está amenazado si gobierna la izquierda por primera vez en 26 años. La otra idea fuerza de su campaña es que ella encarna la oposición a Sánchez, tanto o más que el líder de su partido, Pablo Casado. El discurso contra Sánchez e Iglesias, a los que no solo se opone en campaña sino que lo ha hecho desde la administración que gobierna oponiéndose a todo lo que venía del Gobierno central para combatir la pandemia, le ha servido, a tenor de los sondeos, para hacerse con las ruinas de Ciudadanos y frenar el acceso de Vox. Los sondeos pronostican que duplicará los escaños de 2019 pero también que esos dos años de “libertad” que promete hasta que vuelva a haber elecciones dependerán en realidad de la extrema derecha de Vox.

El otro aspirante a hacerse con la presidencia de la Comunidad, si hacemos caso a la demoscopia que en todo caso le da muchas menos opciones, es Ángel Gabilondo. El cabeza de cartel socialista, a quien el adelanto electoral pilló casi de mudanza a la institución de Defensor del Pueblo, ha protagonizado una campaña desigual. La primera semana buscó el voto de los desencantados de Ciudadanos: así se entiende que defendiese que no es hora de subir impuestos en Madrid, pese a que muchos compañeros de partido acusan a la Comunidad de practicar dumping fiscal frente a otras autonomías, e incluso que no cerraría la hostelería.

Ese era el discurso –el mismo que se había diseñado para la victoria de Salvador Illa en Catalunya– hasta que irrumpieron las amenazas de muerte y los sobres con balas en la contienda. A partir de ahí, Gabilondo, quien como Mónica García hizo parar el debate de la Cadena Ser muchos minutos después de que lo abandonase Pablo Iglesias por la banalización de las amenazas de Rocío Monasterio, empezó a llamar “fascismo” a Vox y a plantear que el 4M iba de “defender la democracia”. En el tramo final de esta semana, el candidato socialista desplegó nuevas medidas al margen de su programa electoral, entre ellas dos años gratis de abono transporte y el pago de un mes de alquiler para los menores de 30 años.

Los socialistas asumen que perderán la condición de primera fuerza –si como se prevé los restos de Ciudadanos se van al PP– y durante los últimos días se han volcado en los barrios del sur con despliegue de ministros y actos para movilizar a un votante mas tendente a quedarse en casa. Su optimismo sobre la posibilidad de desalojar a Ayuso se ha ido matizando a lo largo de las dos semanas conforme los tracking que manejan Moncloa y Ferraz confirmaban que los votantes de Ciudadanos en Madrid están volcados con Ayuso, a diferencia de lo que sucedió en Catalunya donde Illa sí pescó en el electorado de Arrimadas.

Esos mismos datos los manejan los fontaneros de Ciudadanos, obligado a plantear la estrategia más humillante con un candidato nuevo: pedir el voto para volver a gobernar con Díaz Ayuso a pesar de que fue ella la que convocó elecciones para librarse de sus socios y destituyó por sorpresa al vicepresidente y todos los consejeros de Ciudadanos. Edmundo Bal, que debuta en estos comicios, ha tenido que hacer algo que ni siquiera defiende ya la presidenta regional que pide el voto para “gobernar sin ataduras”: presumir de los supuestos logros de un Gobierno que no fue capaz de aprobar un solo presupuesto y que apenas sacó adelante una ley, la enésima reforma de la ley del suelo. Bal, que es portavoz adjunto en el Congreso, no ha dejado su escaño en la Cámara Baja, y sique alegando que la coalición con Díaz Ayuso funcionó bien, en mitad de una Opa del PP para quedarse cargos y votos de su partido.

Escorado definitivamente para jugar en el campo de la derecha, el exjefe de la sección de Penal de la Abogacía del Estado que perseguía a futbolistas y personalidades que escapaban de Hacienda, ha llegado a prometer exenciones fiscales para quien tenga seguros privados de salud. Su mensaje más repetido es que el votante de centro prefiere una alianza de PP y Ciudadanos para evitar la influencia de Vox. En juego este 4M está no solo la entrada en la Asamblea de Madrid, sino la propia pervivencia del partido. Tras el batacazo de las últimas catalanas donde pasaron de ser primera fuerza a perder 30 escaños y quedarse en seis entre 2017 y 2021, en plena fuga de cargos hacia el PP, quedarse fuera de la Asamblea de Madrid implicaría enterrar el partido, tal y como lo conocemos.

La otra gran formación que nació al albur de la nueva política también se somete a un examen trascedente este martes. El propio Pablo Iglesias planteó la campaña como el penúltimo servicio al partido. Saltó de la vicepresidencia segunda de un Gobierno –que encara la recta final de la pandemia y espera recibir el grueso de los fondos europeos– al cartel electoral del sexto partido en Madrid para intentar salvar a Podemos en el territorio que lo vio nacer hace siete años. Unidas Podemos corría el riesgo de ser una fuerza extraparlamentaria en Madrid. En uno de esos giros de guion que tanto le gustan, Iglesias se tomó un fin de semana para sondear posibles candidatos y decidió que sería él mismo el encargado de movilizar a sus bases para que la tercera lista de la izquierda tuviese garantizado el 5% que permite entrar en el parlamento regional con siete escaños. El efecto se vio muy pronto en las encuestas: la coalición con Iglesias a la cabeza rebasa el listón con cierta holgura pero no hubo más evolución ya que los sondeos siguen colocando a Unidas Podemos muy lejos del sorpasso a Más Madrid y todavía a más distancia del PSOE. Está por ver si estos quince días de actos para movilizar a los barrios del sur surte efecto en feudos abstencionistas donde muchos de los de abajo han perdido la fe en la política. 

El todavía líder de Unidas Podemos, que prometió pasar el testigo a la vicepresidenta tercera y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, afrontó duras sacudidas en estas últimas dos semanas. Más o menos en el ecuador de la campaña, a Iglesias –cuya vivienda en Galapagar fue tomada por manifestantes ultras durante meses y que vio cómo llegaron a meter una cámara en la finca y la Fiscalía pide un año de prisión para un pseudoperiodista por acosar a sus hijos– le mandaron un sobre con cuatro balas y amenazas de muerte. El episodio sirvió para evidenciar que esa tesis de que el terrorismo debe condenarse sin paliativos ni coartadas depende, para una parte de la derecha política y mediática, de quien sea la víctima. Lo resumió el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida que condenó las amenazas pero pidió a Iglesias no aprovecharlas para criminalizar y estigmatizar a una parte de la sociedad española“. Almeida hizo estas declaraciones como portavoz del PP, que días más tarde programó un acto con víctimas del terrorismo y vincular, por enésima vez al Gobierno con ETA.

Iglesias decidió trazar una línea roja tras las insinuaciones de Vox acerca de un supuesto montaje con los sobres y las balas y se negó a debatir con la extrema derecha, con la que otras veces se había sentado en los platós. Su reacción en el debate de la Ser marcó un antes y un después en la campaña. Tras Iglesias se fueron del debate Gabilondo y Mónica García y ya no hubo más cara a caras de candidatos. El cabeza de cartel de Unidas Podemos ha repetido en los mítines que esa extrema derecha es necesaria para que nada cambie. Regresó a las plazas de Lavapiés y Vallecas donde el partido se hizo grande en sus inicios y buscó el cuerpo a cuerpo con Ayuso en medio de una campaña de guante blanco entre la izquierda. Prometió subidas de impuestos a los ricos y dio por hecho que habrá coalición si PSOE, Más Madrid y Unidas Podemos suman, por más que Gabilondo insista en que prefiere su apoyo desde fuera.

El último vídeo de Unidas Podemos repite que Madrid no es derechas y que esa ilusión óptica se puede desmontar si nadie se queda en casa.

Con la apertura de las urnas, se sabrá también si la operación de Pablo Iglesias ha merecido la pena: el objetivo fundamental era sumar para evitar dos décadas y media de gobiernos del PP. Si es o no su última gira es algo que decidirá él mismo. De momento ha dado el primer paso saliendo del Gobierno y cuando se le pregunta repite que no optará a la reelección en Podemos y que el futuro de la organización lo deberán pilotar cinco, seis o siete mujeres.

La tercera pieza del puzle de la izquierda –que en realidad según las encuestas es ya la segunda y pisa los talones a la primera– y la que más ha crecido en campaña es Más Madrid. Con Iñigo Errejón ejerciendo por primera vez de actor secundario y una candidata, Mónica García, anestesista en el hospital 12 de octubre, que se bregó dos años como la voz de los sanitarios frente a Ayuso, el partido busca hacerse mayor. No lo logró en las últimas generales, donde fue coaligado con Compromís y sacó dos escaños, pero pretende afianzarse en la región que lo vio nacer como una escisión de Unidas Podemos. Ya sin Carmena, que se ha retirado de la primera línea política, ha emergido como un proyecto verde y feminista que se ocupa “de lo que de verdad importa”. Esa política de lo cotidiano ha intentando hacerse oír en mitad de una campaña que añadió todavía más decibelios a la ya enconada política nacional.

A ese ruido ha vuelto a contribuir de manera decisiva la extrema derecha de Vox. La formación de Abascal afronta los comicios más complicados desde su entrada en las instituciones hace más de dos años en la cita andaluza. Se mide a un PP muy escorado a la derecha y a una candidata que entusiasma a los votantes de Vox y que, a diferencia de otros líderes populares, no reniega de ellos y hasta ofrece cargos en su Gobierno.

Su cóctel para encontrar espacio incluyó otra ración de xenofobia y provocaciones. El partido pagó vallas de publicidad para criminalizar a los menores inmigrantes no acompañados. Y su candidata tardó 25 segundos en hacer lo mismo durante el debate de Telemadrid. Antes, habían llamado “estercoleros multiculturales” a los barrios de la izquierda y eligieron uno de ellos, en Vallecas, para estrenarse en los mítines. En esa plaza roja se concentraron decenas de manifestantes para boicotear su acto con gritos y soflamas que no permitían que las voces de Abascal y Monasterio se escuchasen. El líder de Vox bajó del atril y se dirigió a los antidisturbios que separaban al grupo de la protesta del mitin, los policías cargaron para mantener la distancia y se produjeron lanzamientos de piedras y objetos. Hubo varios policías heridos y el partido de Abascal difundió que uno de sus cargos sufrió lesiones en una mano por una pedrada.

Sobre esos incidentes pivotaron los primeros días de la campaña de Vox que reclamaba que todos los demás partidos condenasen la violencia. Hasta que llegaron las cartas con balas a Pablo Iglesias ,Fernando Grande Marlaska y la directora de la Guardia Civil, María Gámez, y el partido de Abascal lo atribuyó a un montaje. Días antes el partido había anunciado su intención de deportar al candidato de Unidas Podemos, Serigne Mbayé, que ejerce como portavoz del colectivo de manteros, pero que es un ciudadano español.

En el cierre de campaña, Vox volvió a la madrileña Plaza de Colón, la misma donde se presentó en sociedad junto a Ciudadanos y Partido Popular. Y con el mismo objetivo que entonces: evitar otro gobierno de la izquierda.

Si Gurb, el extraterrestre de Eduardo Mendoza, hubiera soportado toda la campaña, hoy sabría que “la libertad” en Madrid depende de la extrema derecha de Vox.

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