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Diarios de Ucrania (1): de Ivano-Frankivsk a Murcia

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Si el gigante Micromegas observase, en estos días de inicios de marzo de 2022, la tormenta, en procedencia de los flancos bielorruso, ruso y crimeo, que está fustigando a la población civil ucraniana, hallaría reflejada en la mirada de ese pueblo orgulloso por su manera de defenderse la cruel imagen de la felicidad amenazada por la demencia imperialista de un déspota moderno. Un déspota que hasta ayer desprendía aires de excentricidad, y hoy ha perdido su última onza de razón, si es que el camarada Vladimir la llegó a tener en algún momento.

En el Cabezo de Torres, pedanía norteña de la ciudad de Murcia, he entrevistado a Anastasia, 26 años, quien nació y se crió en la región de los Cárpatos, en el oeste de Ucrania, hasta los 6, con sus tíos y su abuela, pues sus padres se encontraban en el exilio, en Londres. Conocí a Anastasia hace unos meses en el cumpleaños de un amigo común. Ha estudiado Bellas Artes, es risueña y llena de vida. Ella me habló de la comunidad ucraniana de Murcia y de algunos de sus hábitos. Poco se sabe del hecho de que se trata de una comunidad numerosa y unida con varias asociaciones, así como de sus colegios donde los niños pueden acudir los sábados con el fin de recibir educación en asignaturas diversas y variadas en lengua ucraniana. Sin embargo, hoy, Anastasia tenía el rostro y la voz marcados por el estado de fijación en el que se encuentran las vidas de todos los murcianos ucranianos que observan día tras día, y hora tras hora, afligidos y horrorizados, las exacciones perpetradas por el ejército de la Federación de Rusia en las calles de sus ciudades.

Siendo muy jóvenes, en 2001, Anastasia y su hermano se vieron arrastrados a Murcia, pudiendo reunirse por fin con sus padres, a quienes apenas conocían. Si bien numerosos ucranianos emigraron a la España de los prósperos años de la burbuja inmobiliaria, atraídos por una vida más llevadera con menos privaciones, sus padres llevaban más tiempo fuera, en Londres, por negarse a aceptar repetidamente las extorsiones de una mafia rusa que atosigaba, a menudo, a quienes poseyesen un negocio. Posteriormente, y tras seis años viviendo como ilegal con su familia, Anastasia obtuvo la nacionalidad española renunciando de facto, como tantos otros, a la ucraniana. Lo vivió como un desgarro del corazón, desgarro que otros titulares de la doble nacionalidad nunca han padecido.

Del 33 al 29 es un álbum de retratos de familias ucranianas que Anastasia compuso como trabajo mientras estudiaba en Bellas Artes, pues un ucraniano, al vivir durante mucho tiempo en España, ve cómo su alfabeto se metamorfosea para pasar de 33 a 29 letras. Su ADN es ucraniano, pero es española de educación, aunque Anastasia se siente extranjera tanto acá como allá. El primer paradero de los padres de Anastasia no resultó nada placentero, ya que aterrizaron en detención antes de catar la libertad del refugiado ilegal y llegar un poco por el fruto del azar a la capital del sudeste. A pesar de las adversidades, y con la ayuda de la comunidad ucraniana naciente Sergiyi y Marina pudieron vivir de pequeños trabajos. Marina es economista de formación, pero el exilio le deparó una vida como limpiadora con la que pudo brindar una educación digna a sus dos hijos. Tras años en Murcia, la obtención tan anhelada de los DNI abrió la puerta a la vuelta a Ucrania, ya no como residentes, sino como hijos y nietos que vuelven para visitar a sus mayores, pero habiendo transcurrido más de un lustro. Anastasia sintió depresión en el aire. Las miradas y actitudes de un gran número de personas a quienes observaba denotaban el lastre impuesto por el yugo de la situación política que padece Ucrania.

Cuando Anastasia quiso ir a ver a su abuela —y se lo planteó antes de comprarse un billete de avión—, esta se lo desaconsejó. Era diciembre de 2021 y el ejército ruso se estaba movilizando no lejos de la frontera. Los que allí vivían se lo olían. Según ella, esto no es sino una continuación de lo que comenzó en 2014 con el Euromaidán, mediante el cual se derrocó al presidente, títere de Putin: Víktor Yanukóvich. Lo único nuevo aquí es que con este despropósito actual en lo que atañe a la paz, la razón y la salvaguarda de la humanidad, Putin se ha terminado de desenmascarar. El Euromaidán estalló en forma de protesta contra el retroceso de cara a la firma de un acuerdo de ingreso ucraniano a la OTAN, retroceso deseado por las altas esferas políticas prorrusas de aquel entonces. El plan —el mismo que con el Estado satélite o esbirro de Bielorrusia— consiste en infiltrar la administración y la política para que se corroan desde dentro a base de corrupción y clientelismo hasta tal punto que se genere en las poblaciones un desprecio visceral hacia lo que emana del Estado.

En el horizonte occidental del Donbás ucraniano, esto es, en las repúblicas de creación reciente de Donetsk y Lugansk, la democracia parece imponerse mediante la coacción y la intimidación, según relata Anastasia. A la pregunta sobre si Vladimir Putin tiene un límite tras la anexión de Crimea tras la celebración de un referéndum de cuya transparencia está en susodicho y la injerencia rusa en Donbás, Anastasia responde que no va a parar y va a tomar Kiev. En los momentos en que redacto estas líneas, el excamarada del KGB está en ello. Y a esto, yo le llamo imperialismo. La idea consiste en constituir un nuevo estado satélite a la par de la Bielorrusia de Aleksandr Lukashenko.

Más allá del clásico argumento del recelo hacia un hipotético avance hacia el este de la zona de influencia de la OTAN, lo que mueve realmente al presidente de la Federación de Rusia es, desde el punto de vista de Anastasia, la voluntad de meterle mano a los recursos naturales de Ucrania que subyace, encima, a un anhelo heredado del siglo pasado de restaurar la magna Rusia y extender el espacio vital de un país ya enorme en superficie, pero no en población ni en densidad. A la pregunta sobre si un ingreso en la OTAN y la Unión Europea es la panacea y supondría la solución definitiva, Anastasia responde que aquí somos libres de vestir y pensar libremente por la calle y de mantener relaciones con personas del mismo sexo. En Rusia, todo es gris.

Llama la atención la reflexión de Anastasia sobre el inmovilismo del pueblo español en situaciones de crisis sociales cuando, en un momento clave en el que la historia nos llama a defender nuestros derechos adquiridos en el pasado, preferimos el sofá. Todas y todos solo podemos quitarnos el sombrero observando en estos días cómo civiles de extracción social y gremio variados se encuentran en las calles de sus ciudades con armaduras de circunstancia para defender el orgullo de su nación agredida, nación que es pequeña en poderío militar, pero no en valentía. Observemos tan a gusto desde las pantallas de nuestros smartphones cómo soldados del modesto ejército nacional de una joven nación invadida defiende en primera línea a una población cuyos niños están siendo asesinados con armamento pesado. Observemos, finalmente, cómo un presidente que, hace tan solo una semana, era considerado un payaso por ser cómico de profesión (además de licenciado en Derecho), se ha erguido para pedir concienciación y auxilio ante las mayores instituciones políticas de Occidente, en héroe, en la escalinata de la residencia desde la cual emana irradia el poder ejecutivo ucraniano en Kiev. Estamos muy equivocados —y Anastasia bien lo sabe— si pensamos que esto es la guerra del David ucraniano contra el Goliat ruso. Esto es la guerra de un fanatismo imperialista que creíamos sepultado desde tiempos de nuestros bisabuelos. Es nuestra guerra de todas y todos.

Mientras tanto, Anastasia sigue gestionando la recogida de material de defensa y médico desde Murcia mientras su padre, junto con dos de sus tíos, llegó ayer a Ucrania, franqueando un pasillo verde, con una furgoneta cedida repleta con material para ayudar en primera línea. Es miércoles por la mañana cuando yo termino de escribir este artículo sentado a gusto en el barrio murciano de Santiago el Mayor. Tal vez tú lo leas en la pantalla de tu smartphone dentro de unas horas o mañana en tu bar habitual de Riazor (La Coruña) donde siempre almuerzas o en tu oficina de Siete Infantes (Logroño), en un descanso. Estamos en guerra.

Героям слава [Gloria a los héroes]

Si el gigante Micromegas observase, en estos días de inicios de marzo de 2022, la tormenta, en procedencia de los flancos bielorruso, ruso y crimeo, que está fustigando a la población civil ucraniana, hallaría reflejada en la mirada de ese pueblo orgulloso por su manera de defenderse la cruel imagen de la felicidad amenazada por la demencia imperialista de un déspota moderno. Un déspota que hasta ayer desprendía aires de excentricidad, y hoy ha perdido su última onza de razón, si es que el camarada Vladimir la llegó a tener en algún momento.

En el Cabezo de Torres, pedanía norteña de la ciudad de Murcia, he entrevistado a Anastasia, 26 años, quien nació y se crió en la región de los Cárpatos, en el oeste de Ucrania, hasta los 6, con sus tíos y su abuela, pues sus padres se encontraban en el exilio, en Londres. Conocí a Anastasia hace unos meses en el cumpleaños de un amigo común. Ha estudiado Bellas Artes, es risueña y llena de vida. Ella me habló de la comunidad ucraniana de Murcia y de algunos de sus hábitos. Poco se sabe del hecho de que se trata de una comunidad numerosa y unida con varias asociaciones, así como de sus colegios donde los niños pueden acudir los sábados con el fin de recibir educación en asignaturas diversas y variadas en lengua ucraniana. Sin embargo, hoy, Anastasia tenía el rostro y la voz marcados por el estado de fijación en el que se encuentran las vidas de todos los murcianos ucranianos que observan día tras día, y hora tras hora, afligidos y horrorizados, las exacciones perpetradas por el ejército de la Federación de Rusia en las calles de sus ciudades.