Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Sobre este blog

Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

Los responsables de las opiniones recogidas en este blog son sus propios autores.

La hora en punto de las ballenas

Vista de los apéndices del finisterre gallego

0

 

“Cara á hora en punto das baleas/cando o mar descansa.”

Estevo Creus

El bote es como una sombra en la ría. Yo andaba a saltos por los coídos (ensenadas de piedras pulidas por el mar) de la Ameixenda, entre Cee y Ézaro, frente a Fisterra, encontrándome a cada paso boyas, nasas perdidas y alguna construcción diminuta que en su momento sirvió de galpón o garita a la gente del mar. En el cielo de Cee flota un cúmulo blanco que parece la cabeza de un viejo con pipa. Imaginad mi sorpresa, cuando de pronto aparecen delante de mi, las almenas de una antigua residencia fortificada. ¡El castillo del Príncipe! La muralla forma una sólida proa sobre la ría y ciñe la propiedad con sus árboles añosos y la de una finca vecina. Más adelante descubrí una tronera en el muro que recordaba una traqueotomía y dejaba ver el parque y la vegetación. Al contrario de lo que esperaba, no había acceso al monte, ni servidumbre de paso entre ellas. Tendría que continuar por mar hasta Portela, donde había dejado el coche. Me senté a descansar encima de una roca, delante del adarve, a esa altura aún estaba a salvo del olor a ferralla de la antigua Ferroatlántica, saqué agua y vitualla para cenar. La barca continuaba acercándose desde la otra orilla, a lo mejor siguiendo el trayecto de la cadena que según una antigua leyenda uniría por debajo del agua los castillos del Príncipe y del Cardenal, entre A Ameixenda y Corcubión, que servía para proteger la ría de los ataques piratas. Ambas son construcciones defensivas que acabaron en manos privadas y actualmente están a la venta, según un portal de internet. Un palacio gallego del siglo XVIII cuesta unos cuatro millones de euros, ¡toda una ganga! Hace unos años, en Cee andaban reivindicando los cuatro días mensuales en los que, por imperativo legal, el Castillo del Príncipe debía abrir sus puertas al público. Pero es difícil casar la propiedad privada con la pública, ¡que se lo digan a los ocupantes del Pazo de Meirás! Desde Google Earth se puede ver el foso, las dependencias del palacio, la vivienda del servicio, una piscina verde y una torre en la entrada, frente a la carretera comarcal.

Doy por terminado el día. He arrancado de mañana, caminando a solas y aspirando con deleite el aroma de las congostras, llenándome los ojos y los sentidos todos con la exuberancia de retamas y tojos florecidos, calas y multitud de flores silvestres, todas murmurándome su nombre. En el bosque tronaba el motor de una cortadora. Bajé entre regatos y pinos abrazados de hiedras hasta llegar al agua salada. Mucho antes de la Isla de la Galera, busqué un lugar donde bañarme, pero al final me quedé mirando los fondos marinos, sin decidirme. Pasado el mediodía subí hasta el monte que llaman Comboa, un promontorio desde donde se distingue la playa y la aldea de Caneliñas, el Monte Pindo y Fisterra, ese último apéndice de Europa. Me he paseado entre los peñascos como por un museo al aire libre, asombrada por la belleza de este lugar. El acceso, a través de la AC 550, es penoso. La gente que se desvía de la carretera lo usa, no como área de descanso y solaz, sino como baño público. El sotobosque sirve de aliviadero: al lado del esplendor en la hierba, te encuentras esparcida multitud de pañuelos de papel. El acceso al promontorio tampoco es fácil, sin embargo, alguien entró por allí con un pequeño tractor y despejó el camino de tojos. Se puede llegar hasta la cumbre de estas penedas pero no se puede avanzar entre ellas ni ver todas las maravillas en piedra que campan por la ladera del Comboa. Crucé un estrecho corredor entre dos rocas inmensas, como dos rebanadas en equilibro, que me recordó el vestíbulo del museo de la Orangerie en París, una sala pequeña y blanca, que el propio Monet ideó para preparar y favorecer la disposición de quien se aventura allí, en el universo de sus Ninfeas. Yo, que no venía de la ciudad sino de andar costeando durante un par de horas, ya llegaba más que predispuesta (dice Ana Filgueiras, antropóloga y socióloga gallega, que caminar favorece un estado de conciencia alterado: ¡será!), y de esta forma subí otro par de escalones en la alegría al descubrir aquel montón de esculturas que solo se intuye desde la carretera. Intenté fotografiar las que tenía más cerca. Fui saltando entre las piedras sobre un mar de tojos, me perdí muchas veces y cuando por fin encontré un campo mullido de gramíneas, en medio de ninguna parte, me tumbé a descansar antes de recuperar el camino de salida, que no daba encontrado. El sombrero con el que me cubrí la cara me salvó de una insolación. Eran las tres de la tarde. El sol caía a plomo y el viento acariciaba con dedos gélidos. Una señalización precisa, un sendero con una intervención mínima y discreta, harían del Comboa otro hito en esta costa tan generosa en prodigios, y no sólo geológicos.

¿Aprenderemos a respetar la belleza salvaje de esta tierra antes de que sea demasiado tarde?, pensaba acordándome de la avalancha de eólicos proyectados en esta región, bastante ocupada ya, por cierto, mientras pellizcaba un pan de centeno. Del otro lado de la ría, en la punta del cabo, atrae la mirada una construcción bajita, pintada de blanco. Es el faro de Cee. O el de Corcubión, como dicen y escriben los lugareños. Tiene ocho metros, la misma altura que la baliza construida sobre la isla de Carromeiro Chico, que es como un calderón en el pentagrama de la ría. Las notas son aguijones, pedruscos y rocas renombrados como Asnos y Bueyes sobre los que podría caminar un gigante mar adentro. Contra el horizonte se recorta el relieve de las islas Lobeiras, donde en otro tiempo hubo lobos marinos. Un carnaval musical parece la ría de Cee, el mayor núcleo urbano de la Costa da Morte (A Coruña).

A propósito de maravillas arrumbadas, existe una aldea, Caneliñas, al pie del Monte Comboa, donde una vez hubo una ballenera, la última de Galicia y de todas las Españas. Hoy sólo quedan ruinas y galpones vacíos, ciencia ficción. Una familia encantadora comía sentada en la playa, más allá, junto a las estructuras en piedra, un par de viajeras hacían un picnic. Esta vez no he coincidido con la vecina que bajaba a saludar. La conocí hace tres años, cuando descubrí este rincón, una señora de edad con la que conversé mientras ella limpiaba barbas de mejillones. De un chalé de nueva construcción, un recinto enorme con la apariencia prepotente que tienen muchas viviendas ilegales, sale el griterío de una mujer, unos mimos que quizá tienen por víctima a un perro. Más allá, truenan las voces de cuatro forasteros haciendo un churrasco en una casa de turismo rural. Pero todo esto no son más que espejismos, nada es real. Quizá haya sido todo una alucinación provocada por el exceso de aire y de sol. Porque en realidad hay mucho silencio, mucha soledad, en esta aldea perdida, con su pasado manchado de chapapote y atravesado por un arpón. Sigo con interés un proyecto de documental, A Costa das Baleas, sobre la vida en este lugar, un vida dura y cruel, pienso sin dejar de mirar para la ría, la barca y las gaviotas posadas en las rocas que sobresalen del agua. Para mí Cee siempre será “el puerto de la ballena”.

La barca se va acercando hasta donde estoy, ya puedo ver al barquero y seguro que él también distingue mi figura inmóvil y solitaria en el coído del Castelo. Es Caronte, pienso mirándolo, y viene por mí. Estoy tan cansada de caminar que pienso: ¡ni tan mal! Un paseíto por la ría y seguro que me cuenta historias de lanchas abandonadas y leyendas como la de la cadena de hierro, la misteriosa figura de Lana Ferrieri y demás fantasmas invisibles que pueblan este lugar, donde se siente el latido magnético del monte Pindo, el Olimpo celta. Es Caronte, me repito, y a lo mejor me va a llevar hasta donde aparqué el coche. El barquero me mira fijamente durante unos instantes y yo lo observo protegida como por un yelmo, tras las gafas de sol y bien calado el sombrero. ¡Otra sorpresa! ¡Es igualito a Villar Mir! Tal vez Juan Miguel se jubiló tras la venta de Ferroatlántica y ahora lleva una vida sencilla en este rincón. Él no hace ninguna señal para invitarme a subir ni yo lo saludo, pero mirar, bien que me mira, como si yo fuera otra ciudadela, antes de empezar a virar lentamente hacia Cee. La barca, pintada de verde, con el bajo naranja, se llama Lubina.

Sobre este blog

Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

Los responsables de las opiniones recogidas en este blog son sus propios autores.

Etiquetas
stats