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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Sobre laberintos y decisiones

Marcos Pereda

Hay, al menos, dos formas totalmente infalibles de salir de un laberinto. O una y media, vaya. La primera, la más segura, es aplicando el llamado algoritmo de Tremaux, que solamente nos exige ir dejando alguna pista de por dónde hemos ido pasando con anterioridad, y tomando las decisiones que este ingeniero francés nos indica en cada cruce o camino. Búsquenlo, está al alcance de cualquiera en la red, incluso ha aparecido en un capítulo de los Simpsons, que es la vara de medir de la cultura popular desde hace un par de décadas.

Con esta fórmula siempre, siempre, encontraremos la salida del dédalo. La otra estrategia es menos complicada y la podemos recordar sin problemas: consiste en avanzar sin despegar nuestra mano derecha de las paredes del laberinto hasta dar con la salida. Esta es menos segura, y en ciertos casos de laberintos con formas circulares podemos introducirnos en un bucle infinito, además de, claro, resultar muy pesada, ya que dependemos del azar para no recorrer todos los recovecos de la trampa. Pero vamos, que para salir del paso nos vale.

¿Entendido? Bien, pues ahora recuerden la fábula de Ícaro y su padre Dédalo, que fueron arrojados por Minos al centro de un laberinto cretense. ¿Se le ocurrió a Dédalo, que también era el arquitecto de aquel lugar, caminar sin descanso con la mano derecha pegada a las paredes? No, intentó hacer algo más imaginativo, y acabó volando por encima de su propia construcción. Lo que pasó después, lo de ir hasta el sol y caer por la propia ambición (o ilusión, o ansia de trascender) es también, a su manera, lógico.

Lo que quiero decir es que en esa misma situación nadie, o casi nadie (siempre los hay extraños) renunciaría a la posibilidad de una lucha directa. Ninguno se quedaría quieto pensando en la solución, sino que todos empezaríamos a movernos por impulsos, quizás por corazonadas. O, peor aun, combinaríamos las dos formas. Es decir, recorreríamos un camino durante horas con nuestra mano derecha pegada a la pared, pero en un momento dado abandonaríamos el truco. Vamos por ese pasillo, creo que al fondo he visto una luz diferente.

Y lo haríamos no porque hubiésemos visto esa luz (aunque, quizá, hubiéramos creído verla) sino porque esa es la naturaleza del ser humano. El azar, la aventura. No se puede arrojar a un niño delante de un rompecabezas deshecho y pretender que no intente engarzar unas cuantas piezas. Forma parte de nuestro libre albedrío, seguramente.

Quizá la reflexión anterior valiera igualmente para ciertos poderes públicos que no dejan de ponerle puertas al campo. Esto es, de prohibir. Que yo no digo que el espíritu del ser humano sea, forzosamente, el hacer lo que anteriormente le dijeron que no hiciera, pero sin duda eso ayuda. Y tampoco quiero que se haga la lectura simplista (alguno tiene ya el dedo en la tecla) de que no tienen que existir leyes, o que los padres no pueden reprender a sus pequeños cuando algo hagan mal. No van por ahí los tiros.

Sucede que de un tiempo a esta parte parece que el errar está prohibido, tanto en la esfera pública como en la privada. Que hay que prevenir cualquier posible problema incluso antes de su aparición. Que los niños no se pueden caer de morros, vaya, porque entonces hay poco menos que un drama familiar, no te digo ya si ha sido cuando los estaba cuidando el abuelo, que siempre fue algo hippy con esto de las prohibiciones.

Y se obvia, de esta forma, que si para algo estamos genéticamente, diría que ontológicamente, preparados es para fallar, para equivocarnos. Para caernos, hacernos daño y llorar. Y después levantarnos. Que somos Ícaros doblemente, vaya, no solo porque nos aburrimos rápido de tener la manita pegada al laberinto, sino porque, también, sentimos la imperiosa necesidad de volar siempre más alto. Y que intentar reprimir ese impulso es, precisamente, lo que nos deshumaniza.

Por eso no tengan miedo a equivocarse. A echar borrones en lienzos, a tachar palabras, a levantarse después de caídas. No tengan miedo a que los niños decidan por sí mismos, a que los ciudadanos (que no súbditos) asuman su propio poder y se manifiesten, o se les ocurra fotografiar lo que no consideran justo o protesten con voz tan alta como deseen. Ni teman ni hagan temer. Porque son esas cosas, creo, las que dibujan al ser humano.

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