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Opinión - El extraño regreso de unas manos muy sucias. Por Pere Rusiñol

Esto es una calva que va a los Oscar

Chris Rock

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A ver qué tal este. Chris Rock sale al escenario, mira a Lana Wachowski y dice: “Creo que a la nueva de Matrix le faltan huevos, ¿se te ocurre por qué?”

Otro. Chris Rock sale al escenario, mira a Ellen DeGeneres y dice: “El otro día te confundí con Macaulay Culkin. Pensé: ”¡vaya, por fin se ha hecho un hombre!“.

Los dos chistes son míos, pero imaginen por un momento que Chris Rock los hubiese soltado en la ceremonia de los Oscar. Imaginen el silencio en la sala y el clamor en Twitter. Que si vaya “chistes”, que si Arévalo, Franco, gangosos y maricas. Habríamos puesto el grito en el cielo.

Pero Chris Rock, que el domingo no tenía ganas de suicidarse profesionalmente, esquivó todos y cada uno de los temas que hoy resultan inchistables. ¿Cómo ser El Cómico Incorrecto entonces? ¿Cómo pasar por provocador y, al mismo tiempo, seguir trabajando en la industria del espectáculo a la mañana siguiente? Alguien del equipo tuvo una idea que debió de parecerle portentosa: burlándose de una mujer sin pelo.

Hacer chistes sobre características físicas a la cara es algo que, por norma general, la gente suele superar entre los 10 y los 15 años. Hasta ese momento, los niños emplean esa clase de bromas como arma arrojadiza contra los que consideran diferentes. El rasgo diferencial, a esas edades, es lo de menos; basta con que un niño o niña lleve gafas o parche o sea obeso o ande encorvado.

La burla es la primera fase del bullying, la herramienta básica del toolkit abusón. Que un humorista de la talla de Chris Rock se mofe de las secuelas físicas de una persona enferma ante más de 15 millones de espectadores no le deja en muy buen lugar que digamos. Es llamarle a alguien “cuatro ojos” en el olimpo de la comedia y esperar, encima, que te ovacionen.

Desconozco si Rock escribió ese chiste o fue la aportación de una writers' room repleta de ingenio bien pagado. Sea como sea, sorprende que el chiste pasara el corte de la Academia, de la cadena de televisión o de quienquiera que supervise el contenido de los Oscar. Sorprende, incluso, que Rock lo diese por bueno.

¿De verdad que a ese plantel de talento cómico, los mejores escritores de humor del planeta, no se les ocurrió un chiste mejor que el de “La teniente O’Neil 2”? Mira que se pueden hacer chistes ácidos sobre las estrellas de Hollywood, sobre el enfermizo culto al dinero, al cuerpo, al amor romántico y a la gilipollez que su industria esparce por el mundo como para tener que centrarte en el estatus capilar de una persona que ni siquiera estaba nominada.

Con todos los artículos que se han escrito sobre los límites del humor se podría construir un puente desde los huevazos de Chris Rock hasta Mare Tranquillitatis. Hay intelectuales y humoristas, muchos, que sostienen que cualquier chiste es legítimo. Que debe bromearse con todo, porque, ay, déjame, la broma es ficción. Y lo es, claro. Por eso nadie debería ser juzgado por un chiste, nadie debería ser cancelado y nadie debería ser linchado en redes. El mal gusto no es ni debe ser delito (de ser así, no quedaría un cantante pop en libertad). Cada cual lucha contra la angustia que le provoca su propia irrelevancia como buenamente puede. Somos humanos, también los graciosos.

Pero, del mismo modo que la redacción de un niño de ocho años sobre lo que hizo el fin de semana no es literatura, tampoco cualquier chascarrillo más o menos estructurado debería tener consideración de chiste. Aunque lo suelte Chris Rock.

¿Y quién decide entonces qué es un chiste?, se preguntarán. ¿El Supremo? ¿Woody Allen? ¿El Corán? ¿Vicente Vallés? Bueno, aunque últimamente parezca mentira, la sociedad puede tomar decisiones sin ser tutelada. Se llama consenso social, y ya lo hemos ejercido en el pasado. Después de todo, ¿quién decidió que hay que dejar salir antes de entrar o que no está bien escupir a la gente como muestra de desacuerdo? ¿Quién decidió que no es correcto depositar los excrementos en mitad de la acera? Es de suponer que para llegar al actual estado de la higiene personal, mucha gente manipuló descuidadamente sus necesidades, abandonándolas por cualquier parte, hasta que la sociedad en su conjunto llegó a un consenso. Lo del humor, me temo, es parecido.

Si echan un ojo a los libros teóricos sobre el humor, que los hay aunque nadie los traduzca, verán que los chistes responden a muchos propósitos. Hasta Freud tiene un ensayo sobre la función del chiste, Dios les libre de leerlo. Yo lo he hecho, ese y algún otro. Y, según parece, un chiste sirve para un buen montón de cosas: puede amortiguar el dolor, liberar la tensión reprimida del subconsciente, autodefinirnos, criticar al poder, cuestionar el status quo… Todo eso es estupendo, desde luego. Mejor la risa que el lorazepam.

Precisamente por eso me parece triste usar el chiste, esa herramienta con tantas posibilidades, para burlarse del físico de alguien, da igual que sea un niño con estrabismo, una niña con escoliosis o un adulto enfermo. No deja de ser un insulto florido que busca la reafirmación narcisista de quien lo emite ignorando el inevitable malestar de su objetivo. ¿Se puede hacer? Claro que se puede. Todos lo hacemos. Pero, al igual que ocurre con nuestras necesidades, mejor no dejarlos tirados en mitad de la acera. Especialmente, en una tan transitada como los Oscar de la Academia.

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