Mamdani y los ejes partidos de la izquierda

5 de noviembre de 2025 22:08 h

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Para comprender la política contemporánea no basta con el eje tradicional izquierda-derecha. 

Si lo despojamos de sus artificios, ese eje representa una visión moral del mundo: uno es de izquierdas si cree que todas las personas tienen un valor intrínseco, mientras que ser de derechas implica pensar que ese valor es extrínseco: debe conquistarse a través de los actos. 

Aunque no hayamos estudiado teoría política, todos podemos situarnos en algún punto de ese espectro, porque no se trata de una idea aprendida en los libros sino de una convicción íntima que adquirimos en la infancia. Quizás fue la primera vez que vimos a alguien pidiendo en la calle y nuestra madre nos ofreció una explicación: esa persona era una víctima del sistema o de las circunstancias, o bien —según el relato contrario— un vago que merecía su suerte. Desde entonces, nuestra experiencia se ha ido ordenando en función de esa creencia.

Claro que podemos cambiar de opinión, pero lo habitual es conservar, a lo largo de la vida, la misma mirada que teníamos a los ocho años. Así, la ideología (aunque no esté ligada a un partido) se convierte en parte de nuestra herencia, una forma de ver el mundo que se transmite de generación en generación. Y como cada una de esas visiones produce una distribución distinta de los recursos, la política se vuelve también una disputa moral, heredada y persistente.

Pero hay un segundo eje, distinto del moral: el del método. Cada generación vive en un momento determinado de la historia, y según ese punto del ciclo puede pensar que la tendencia que lleva la sociedad es más o menos proclive a esa cosmología moral. Si pensamos que la inercia social es buena, somos progresistas, queremos que avance más rápido. Si, por el contrario, sentimos que la sociedad camina hacia el lugar equivocado, preferiremos que se detenga el progreso, conservar lo que tenemos todo lo que sea posible. Este espectro es el que determina si uno es progresista o conservador y lo podemos imaginar como una línea vertical, superpuesta al eje horizontal izquierda-derecha.

Nuestra cultura, durante los últimos dos siglos, ha sido ferozmente progresista. Desde la Revolución Industrial, la fe en el progreso ha definido nuestra era y la ha separado de todos los tiempos anteriores, desde los reinos medievales hasta los antiguos griegos. Por eso a quienes preferían el régimen anterior les llamamos “conservadores”. Además, la segunda mitad del siglo XX fue extraordinaria para quienes creían en el valor intrínseco de las personas. Entre 1945 y los años 80 la izquierda se volvió mainstream y empujó su agenda hasta extremos nunca imaginados. Y ser de izquierdas se volvió sinónimo de progresismo. 

Tanto, que hasta partió la relación entre conservadurismo y derecha: una gran parte de los pensadores y los partidos conservadores terminaron por metamorfosearse en un progresismo de derechas, un movimiento que apostaba por la hegemonía del mérito y la competencia (el valor extrínseco) a través del progreso y que acabaría llamándose neoliberalismo. 

Ese impulso transformador, sin embargo, se agotó con el cambio de milenio. A finales del siglo pasado los mecanismos que impulsaban el crecimiento económico dejaron de funcionar, los salarios se estancaron y el efecto predistributivo del progreso se detuvo. Las condiciones —y, sobre todo, las expectativas— de vida dejaron de mejorar para la mayoría y esa izquierda que había reinado en los años de la bonanza se quedó sin ideal de progreso.

Como consecuencia, el campo de la izquierda también se giró. Se llenó de gente que siente nostalgia, enfado y la sensación de que les han robado algo (el barrio, la ciudad o el empleo) que era suyo.

¿Quién se lo ha robado? Las explicaciones difieren de las de la derecha conservadora —unos culpan a los billonarios, otros a los inmigrantes o a los políticos— pero la narrativa subyacente es la misma: tanto en la izquierda como en la derecha abundan quienes creen que el mundo va por mal camino y el pasado fue mejor. En el siglo XXI, el viejo eje izquierda-derecha se ha partido en dos y hay progresistas y conservadores a ambos lados del espectro ideológico. 

A principios de la década de los dos mil hubo una derecha progresista que quiso subsistir, como la que representó Ciudadanos en España, o los liberales de Rutte en los Países Bajos. Hasta que los populismos, que son la máxima expresión de la derecha conservadora, acabaron con esa posibilidad. De ahí que los lemas (“Make America Great Again”) y los temas (aranceles, energías fósiles) de Trump, o de Vox, sean tan profundamente involucionistas. 

La izquierda, por su parte, lleva años intentando sostener esa tensión, nadar en el mundo nuevo y guardar la ropa del antiguo. Por eso muchas personas en Europa querrán ver en Zohran Mamdani esa cuadratura del círculo que es capaz de maximizar los dos ejes: el de la izquierda clásica y el de un nuevo progresismo que ha conseguido conjugar el discurso de quienes no temen al futuro porque no tienen nada que perder —como muchos inmigrantes—, con el de las personas a las que el presente les ofrece más oportunidades que el pasado, como le ocurre a buena parte de las mujeres o del colectivo LGTBI, con el de un socialista laboralista clásico que defiende los derechos de los trabajadores de toda la vida. Ha construido la coalición que los todos los partidos de la izquierda europea estaban buscando.

Pero es una victoria que tiene trampa, y es que se produce entre un electorado que no existe en ninguna otra parte del mundo. Nueva York es una ciudad donde solo el 30% de la población es blanca, donde hace 20 años que no gobierna un republicano y en la que no vota ni el 50% del censo. Más aún, las propuestas más audaces a la alcaldía de esta ciudad reciben una cantidad de publicidad y atención gratuitas con las que no puede contar ningún otro candidato del mundo.

Pero más allá de la demografía, lo que hace a Nueva York el escenario perfecto para un candidato progresista es que las grandes ciudades se siguen comportando en muchos sentidos como ese mundo del crecimiento de la segunda mitad del siglo XX: la economía sigue yendo bien, los buenos empleos se concentran en ellas y la gente que se mueve a vivir allí, si tiene éxito y se queda, ve su vida mejorar. 

Es muy fácil ser progresista en Nueva York. La brecha que ha dado lugar a los populismos se encuentra, en gran medida, entre esas grandes ciudades y todo lo demás: los pueblos y las ciudades pequeñas que tienen la percepción de que se están quedando atrás. 

Para que un candidato similar (no puede ser el propio Mamdani, porque no ha nacido en Estados Unidos) tuviera éxito en el conjunto del país, todavía le quedaría construir una alianza entre las clases urbanas progresistas y las poblaciones rurales, que son hoy las más conservadoras. 

Y la pregunta, que en el fondo es la misma que tiene la izquierda encima de la mesa en España, y que todavía no ha sabido resolver, sigue en el aire: ¿Cómo se pueden coser las voluntades de las personas a las que les fue bien en el siglo XX con las de los del siglo XXI? ¿Puede haber una izquierda que tenga una ala progresista y otra conservadora, como tuvo la derecha en su día, o tendrá que hacer desaparecer una de sus dos versiones, como hizo el populismo?