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Corrupción

Víctor Ramírez Montes

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A los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad.

(G. G.ª Márquez)

Desde el comienzo mismo de “La divina comedia”, en el Infierno, se nos pondera al poeta mantuano Virgilio, guía del personaje homónimo del autor, Dante, como fuente de elocuencia y saber. A lo largo de más de sesenta cantos, los que componen la «catábasis» (descenso al infierno hasta el mismísimo Lucifer trifaz) y el casi completo ascenso al paraíso terrenal, cúspide del purgatorio, el gran poeta latino conduce al discípulo, y no solamente en un sentido topográfico, sino que va explicando perspicazmente los sucesivos receptáculos del embudo infernal, así como las escolleras del purgatorio, sancionando no solamente a los pecadores y sus penas, sino también, a veces, las mismas actitudes y comportamientos del florentino, cuya prosternación ante la auctoritas del maestro nunca se escamotea.

Sin embargo, entre los cantos XXI y XXIII del Infierno, cuando Dante y Virgilio están en la más oscura zona denominada «malasfosas», tras escapar de los demonios de la quinta subdivisión de esa área, quienes, se supone, les iban a proporcionar escolta para franquearles el paso hacia otra escollera (inexistente) y así acceder al siguiente círculo, se topan, tras la zona donde arden en una ciénaga de alquitrán los corruptos (sarcásticamente, se dice que todos los políticos están corrompidos menos Bonturo Dati, paradigma de la corrupción en la época), con un área donde se castiga con plúmbeas capas al «colegio de los tristes hipócritas», (nótese que son pecados que Dante consideraba en extremo perniciosos para la vida civil y la convivencia política). El inusitado tono es de chanza y mascarada, y hay que reconocer que Dante y Virgilio solamente logran escapar por un ardid de otro condenado, Ciampolo, que engaña a los demonios sumergiéndose en la burbujeante brea tras silbar a otros condenados corruptos. Nadie es de fiar en un medio corrupto e hipócrita, se colige fácilmente. Algo después, Catalano, uno de los pecadores tocados con la estola de la ignominia, que entabla conversación con ellos al reconocer el idioma de Virgilio, termina advirtiéndoles de que no hay tal puente ni escollera, pues todos se derrumbaron el día del terremoto que siguió a la muerte de Cristo, pero que sí pueden utilizar la propia ruina de la roca a guisa de escalera para descender.

Es la única vez en toda la comedia (o «poema sacro», como el mismo Dante la denomina en un par de ocasiones) en que puede verse a Virgilio avergonzado, pues había caído en la trampa del «decurión» demoniaco Malacola (sí, los nombres de los demonios son hilarantes y bien podrían actualizarse por otros como Trincomisiones o Mandamascarillas): se trata, en lectura alegórica, de la imagen de la razón desguarnecida en medio de los hipócritas y corruptos. De manera muy llamativa, lejos de recibir consuelo, Virgilio es, para colmo, asaeteado con la inmisericorde burla del pecador Catalano, quien, a pesar de su posición inferior de condenado, viene a sugerir que no hace falta ir a la Universidad de Bolonia para saber que lo natural era que los demonios estuvieran urdiendo un plan en su contra.

Virgilio retoma su marcha, pero esta vez a grandes pasos, apesadumbrado a la par que enfurecido. Dante, fiel discípulo, lo sigue, silente, con vistas a mostrar fidelidad y solidaridad. Se cierra el círculo; se cierra el vigesimotercer canto, con este rasgo de cruel ironía, insólito en los cien cantos de “La divina comedia”.

A los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad.

(G. G.ª Márquez)