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El silencio de las bibliotecas públicas

David López-Higueras Escobar

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Las bibliotecas públicas de nuestro país cerraron sus puertas a principios de marzo para todas las ciudadanas y ciudadanos, antes incluso de la declaración del estado de alarma. Son lugares de encuentro para las personas y había que evitar la expansión del coronavirus fuera como fuese. Durante algunos días las bibliotecarias y bibliotecarios seguimos trabajando allí dentro con las puertas cerradas y las bibliotecas en silencio. Podría parecer una situación normal. Hay quien piensa que es lo deseable en las bibliotecas, el silencio. Un teatro en silencio es muy triste. Una fábrica, un bar, también. Pero una biblioteca en silencio está bien, piensan. Sin embargo, aquella semana con la biblioteca en absoluto silencio fue una de las más tristes de mi trayectoria profesional.

Luego todas y todos nos confinamos y nos vimos en la obligación de saturar nuestras casas con la presencia constante, con inmersiones familiares, reinterpretaciones culinarias, tecnologías sustitutivas de la proximidad y los aplausos. Para soportar el largo encierro había que atenuar ese silencio que es el estado originario de nuestras viviendas. El personal de las bibliotecas, los archivos y los museos fuimos cómplices de esta maniobra para llenar los silencios domésticos. Allí donde fue llegando la pandemia también fuimos facilitando el acceso a documentos electrónicos de todo tipo, proponiendo redescubrir nuestro patrimonio histórico y cultural o sirviendo de cicerone en visitas virtuales. En Nueva York, por ejemplo, las bibliotecas públicas han llegado a editar una playlist con los sonidos de la ciudad, incluyendo los de la propia biblioteca, para mitigar la nostalgia sónica de sus ciudadanía. Mientras todo esto sucedía, las bibliotecas de nuestro país permanecían en absoluto silencio, salvo la visita esporádica del personal de limpieza y desinfección.

Dos meses después llega la desescalada y la apertura de las bibliotecas públicas se ha incluido en la Fase I junto con ciertos servicios sociales, los laboratorios universitarios, las terrazas de cafeterías y restaurantes y algunos pequeños espectáculos y museos con su aforo limitado. Hay quien se ha dado prisa en manifestar que las bibliotecas, como lugares de encuentro, deberían permanecer más tiempo cerradas porque no son servicios esenciales y suponen un riesgo alto de contagio. Que no hay prisa con ellas, vaya. A gran parte de la profesión bibliotecaria eso nos duele porque llevamos ya varias semanas preparando los protocolos de actuación que en el momento de la reapertura nos permitirán ofrecer progresivamente los servicios habituales de las bibliotecas con la máxima seguridad.

Por eso en las próximas semanas, allí donde se acceda a la Fase I de la desescalada, muchas bibliotecas públicas van a volver a abrir sus puertas con todas las garantías. Se llenarán de geles y mamparas, se adaptarán los usos de sus espacios, habrá cuarentena para algunos libros, se mantendrá la distancia social e inevitablemente el silencio desaparecerá. Porque vendrán personas de todas las edades y condiciones con sus ruidos. Vendrán emprendedoras, camareros, lingüistas, fruteras, youtubers y aspirantes a superar la EvAU con un catorce. Vendrá también quien no tenga permiso de residencia o techo bajo el que dormir. Vendrá quien lea mal en español y quien no sepa leer. Y hablarán para decirnos que si tenemos el siguiente libro de esta colección, que dónde pueden hacer fotocopias, que cuándo hay cuentacuentos, que su hermano no le deja leer tranquilo, que cuál es la clave de la wi-fi, que la sección de derecho está desactualizada, que cómo está nuestra familia, que si hemos comprado ya la película que se estrenó el viernes pasado, que gracias por aquella recomendación de mindfulness y todo este ruido nos encanta. Porque hoy en día ese ruido es lo que da sentido a las bibliotecas públicas.

Después, allí al fondo, quedará un hueco para el silencio. Seguro. Siempre tenemos un espacio para el silencio en las bibliotecas públicas. Sin embargo, la salida de esta terrible pandemia que parece que lo va a cambiar todo, puede ser un buen momento para tomar conciencia de que las bibliotecas públicas, como el lugar de encuentro que son, deben primero vaciarse del exceso de silencio reverencial y llenarse de personas, con sus saludos, historias e inquietudes. En las bibliotecas ya no necesitamos tanto silencio. Durante todos estos siglos hemos tenido suficiente.

Las bibliotecas públicas de nuestro país cerraron sus puertas a principios de marzo para todas las ciudadanas y ciudadanos, antes incluso de la declaración del estado de alarma. Son lugares de encuentro para las personas y había que evitar la expansión del coronavirus fuera como fuese. Durante algunos días las bibliotecarias y bibliotecarios seguimos trabajando allí dentro con las puertas cerradas y las bibliotecas en silencio. Podría parecer una situación normal. Hay quien piensa que es lo deseable en las bibliotecas, el silencio. Un teatro en silencio es muy triste. Una fábrica, un bar, también. Pero una biblioteca en silencio está bien, piensan. Sin embargo, aquella semana con la biblioteca en absoluto silencio fue una de las más tristes de mi trayectoria profesional.

Luego todas y todos nos confinamos y nos vimos en la obligación de saturar nuestras casas con la presencia constante, con inmersiones familiares, reinterpretaciones culinarias, tecnologías sustitutivas de la proximidad y los aplausos. Para soportar el largo encierro había que atenuar ese silencio que es el estado originario de nuestras viviendas. El personal de las bibliotecas, los archivos y los museos fuimos cómplices de esta maniobra para llenar los silencios domésticos. Allí donde fue llegando la pandemia también fuimos facilitando el acceso a documentos electrónicos de todo tipo, proponiendo redescubrir nuestro patrimonio histórico y cultural o sirviendo de cicerone en visitas virtuales. En Nueva York, por ejemplo, las bibliotecas públicas han llegado a editar una playlist con los sonidos de la ciudad, incluyendo los de la propia biblioteca, para mitigar la nostalgia sónica de sus ciudadanía. Mientras todo esto sucedía, las bibliotecas de nuestro país permanecían en absoluto silencio, salvo la visita esporádica del personal de limpieza y desinfección.