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¿Cómo vamos a quejarnos nosotras ahora?

Clara Esparza

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Hay preguntas puramente inocentes que pueden desencadenar un huracán.

Estas preguntas pueden ser tan simples como: “¿Has visto mi cartera?”, “¿Sabes dónde dejé mi chaqueta?” o “¿no has comprado leche?”

La tormenta también se puede desencadenar, sin embargo, después de ser conscientes de que la montaña de ropa sucia va creciendo y –otra vez– nadie se hace cargo de ello excepto nosotras.

“Tenemos 30 años y somos feministas”, pensamos. Algo debería haber cambiado. Pero no es así. 

En este tipo de situaciones suele radicar un machismo implícito que muchas (la mayoría) estamos acostumbradas a pasar por alto.

Hemos sido socializadas para hacerlo. Para poner buena cara y simplemente decirnos a nosotras mismas que dejemos de ponernos tan histéricas cada vez que nos enfurecemos por un simple comentario o pregunta inocente. “Qué tontería”, pensamos.

Precisamente en percibirlo como una tontería –una detrás de otra para ser honestas– radica nuestro mecanismo de defensa. Es nuestra forma de decirnos a nosotras mismas (incluso las más feministas): “No es para tanto, relájate o al final te morirás sola”.

Existe un gran miedo a morir solas.

Pero resulta que cuando nos juntamos entre mujeres, en muchos casos de diferentes generaciones, empezamos a ser conscientes de que estos pequeños “hechos aislados” dejan de serlo para pasar a representar una problemática real que tiene nombre y género, la cual se conoce como “carga mental” y que normalmente nos corresponde a las mujeres.

Da igual la edad, el nivel de estudios, la educación recibida. Está comprobado, siempre se repiten los mismos patrones. Ellos preguntan, nosotras respondemos. Ellos fecundan, nosotras nos responsabilizamos del resultado. Ellos juegan y presumen de nuevas masculinidades, nosotras ponemos la teta y las horas sin dormir. Ellos beben cerveza, nosotras existimos gracias a la sobredosis de café.

La percepción de que las cosas han cambiado existe. Sin embargo, cuando indagamos en profundidad y conversamos con las mujeres de nuestro alrededor, la conclusión siempre es la misma: “No es suficiente”.

Se respira cansancio generalizado y la sensación de no tener derecho a la queja, porque sí, lo que hay ahora ya es más de lo que nosotras vimos hacer a nuestros pater familias. Pero sigue sin ser suficiente.

Estamos avanzando en una sociedad que parece que, al fin, ha reconocido la importancia de los cuidados, de la tan famosa conciliación. O esa es la información que estamos recibiendo día tras día, cada vez más. Los tan famosos hombres “progre” y de izquierdas se cuelgan la medalla de la conciliación (utilizándola en muchos casos como excusa a su favor para escaquearse de otros temas, por cierto).

Sin embargo, no estamos generando mecanismos ni espacios para debatir sobre el verdadero agotamiento que sentimos las mujeres y que se percibe únicamente en el terreno más sutil.

Porque sí, estamos viendo a “nuestros hombres” planchar, recoger la ropa, hacer la comida e incluso recoger a los y las niñasen el colegio o la guardería. Pero no estamos observando las conversaciones que tienen lugar en los hogares, en las que generalmente la persona que hay detrás de estas pequeñas acciones sigue siendo, cómo no, una mujer.

Se percibe aún una gran incomprensión hacia lo que creemos que son “problemas de las mujeres”: preocupación y miedo en el embarazo, sensación de abandono e incomprensión ante enfermedades que se manifiestan mayoritariamente en mujeres, como las enfermedades menstruales (endometriosis, dismenorrea primaria, síndrome de ovario poliquístico…), fibromialgia, osteoporosis e incluso el trastorno de ansiedad generalizada, que no es casual que se dé, en la mayoría de casos, en mujeres.

Ante esta situación, seguimos percibiendo a nuestras parejas hombres como personas al margen de todo esto que nos pasa, y seguimos recibiendo incluso calificaciones despectivas en muchos casos por su parte, que nos catalogan como “víctimas”, “desquiciadas”, “locas”, “celosas”, “posesivas” o “amargadas”.

Existe una clara incomprensión hacia los mal llamados “problemas de las mujeres”, pero es que, desgraciadamente, lo siguen siendo por la poca capacidad de hacerse cargo que están mostrando estos hombres cis heterosexuales de izquierdas.

Vemos que planchan, hacen la compra y “cuidan” a les niñes pero, sin embargo, las mujeres seguimos sintiendo que no terminan de hacerse cargo. Por alguna razón (en muchos casos desconocida incluso para nosotras mismas) seguimos sintiendo que la carga mental nos corresponde exclusivamente a nosotras. 

Hoy en día, nuestras amigas, además de conciliar vida laboral y familiar (siendo, por cierto, mujeres de éxito en su trabajo), son las encargadas de mediar en el hogar cuando hay un conflicto (ya sea dentro de la casa o con la vecina), de pensar en los regalos de cumpleaños de sus familiares políticos (especialmente de la suegra, porque además ahora hay que demostrar que somos sororas) y de responder a esa serie de preguntas absurdas que sus parejas les suelen hacer porque no son capaces de hacerse cargo ni siquiera de dónde dejan sus cosas.

Esa frase famosa de “detrás de un hombre hay una gran mujer”, se sigue perpetuando en las generaciones de hoy en día que intentamos escapar de lo que nuestras madres o abuelas nos han dicho que estaba mal. El problema, tal vez, es que a ellos no se les ha insistido en que estuviera tan mal. El problema, tal vez, es que a nosotras se nos han mandado mensajes contradictorios: “No tienes que hacerlo tú todo, el hombre también tiene que aportar”, nos decían nuestras madres mientras lo hacían todo en casa.

Las mujeres de las nuevas generaciones arrastramos la rabia y la frustración de nuestras abuelas y madres, a quienes hemos visto deslomarse para tirar adelante con la casa. Sin embargo, como sociedad tenemos una gran tarea pendiente: la de educar a nuestros compañeros en esa habilidad para hacerse cargo, algo que parece que solamente se nos ha enseñado a las mujeres.

Nos hemos rebelado y hemos decidido dejar de ser mujeres sumisas y cuidadoras, o ese es el discurso mayoritariamente aceptado en esta sociedad. No obstante, lo que sucede en la intimidad de nuestros hogares solamente lo sabemos nosotras: y es que cada día realizamos múltiples sobreesfuerzos para concienciar a nuestras parejas hombres sobre la necesidad de que ese discurso no quede como un mero eslogan, sino que genere un cambio real en su comportamiento.

Pero en todo este contexto, el feminismo, finalmente, se convierte en una losa más para nosotras: la obligatoriedad de negarnos a hacerlo todo, la frustración por no dar con hombres que terminen de hacerse cargo igual que nosotras.

Y al final, en lugar de hacer pedagogía, optamos por hacerlo nosotras. Estamos cansadas de educar.

Sucede que llevamos toda una vida escapando del rol de ama de casa y prometiéndonos a nosotras mismas que nunca nos veríamos en esa situación, pero a la hora de asumir la responsabilidad de llevar una casa en común, de repente nos transformamos en nuestras madres y abuelas.

Y ante este paradigma, la pregunta es: ¿por qué la inutilidad del hombre educado en el machismo más absoluto nos pasa a veces tan desapercibida? ¿Por qué, en cambio, una mujer que decide dejar de dedicarse al cuidado del hogar, que prioriza su autocuidado y su bienestar por delante de todo, es siempre tan criticada?

Las mujeres seguimos siendo penalizadas de alguna manera. Tanto si aceptamos menos de lo que merecemos como si nos ponemos por delante. Porque ambas narrativas están presentes aún hoy en nuestra sociedad: La frivolidad de las mujeres que van una vez a la semana a la peluquería, pero que nunca recogen a sus hijes en el colegio, frente a la falta de dignidad y la traición al feminismo que persigue a las mujeres que se hacen cargo del hogar.

Ahora, además, cargamos con la responsabilidad de no decepcionar: tenemos que ser exitosas a ojos de nuestros padres, jefes y maridos. Tenemos que ser las mejores en el trabajo, en la casa y en la pareja. Sea como sea, la presión y el juicio siguen estando sobre nosotras. Vivimos atravesadas por la híper exigencia, la ajena y la que nosotras mismas nos generamos a causa de la educación que hemos recibido, basada en el perfeccionismo y la complacencia.

Podríamos incluso decir que la carga es doble, o incluso triple cuando las mujeres desempeñamos un rol trascendental en las empresas. Pero muchos utilizan esa excusa para colgarse de nosotras y seguir viéndonos como sus asistentes o sus secretarias. Seguimos siendo el sostén en el hogar, pero ahora también en nuestras profesiones.

Somos esclavas de un sistema que nos sigue percibiendo como la madre, la asistenta, la loca, la desquiciada y la quejica. Porque, claro, nuestras suegras y madres fueron ejemplo de cómo cargarse todo a sus espaldas sin quejarse. ¿Cómo vamos a quejarnos nosotras ahora? 

Hay preguntas puramente inocentes que pueden desencadenar un huracán.

Estas preguntas pueden ser tan simples como: “¿Has visto mi cartera?”, “¿Sabes dónde dejé mi chaqueta?” o “¿no has comprado leche?”