La ansiolítica vida en funciones de Mariano Rajoy
El 28 de mayo Mariano Rajoy viajó a Roma para asistir a la final de la Champions y, poco antes de comenzar el partido, recibió la llamada del Carrusel Deportivo de la Ser:
–¿Dónde está usted? ¿En el palco?
–Todavía no estoy en el palco. Hemos estado esperando a que venga el rey y ahora estamos por aquí… no sé exactamente dónde estoy… en un garaje.
Rajoy había definido de forma certera los meses que habían transcurrido desde el 20D. Mientras Pedro Sánchez protagonizaba un tour de force para sobrevivir al frente de su partido, Pablo Iglesias mantenía un pulso con el PSOE, Albert Rivera viajaba a Venezuela, y Garzón empujaba Izquierda Unida hacia la confluencia, mientras todo esto ocurría, Mariano Rajoy no sabía exactamente dónde estaba, pero como apenas se había movido, sabía que estaba… por aquí.
Con la presencia inevitable del Oráculo de Delfos, también conocido como Pedro Arriola, ese asesor en la sombra al que muchos jubilan prematuramente, Mariano Rajoy había decidido hacer lo que mejor se le da: no hacer casi nada. Frente a las urgencias de las burbujas tertulianas, los vicesecretarios hiperactivos y unos cuantos líderes políticos al borde de un ataque de nervios, Rajoy dejó pasar las semanas, confiando en que el tiempo jugaría a su favor y el resto se dedicaría a despedazarse como en Juego de tronos. “El tiempo de Rajoy es de opositor, que nadie se olvide”, contó una colaboradora del candidato del PP a Lucía Méndez.
Cuando casi todo hubo pasado, el 24 de abril, Rajoy afirmó en un acto público: “Hicimos lo que teníamos que hacer sin caer en la ansiedad”. Y confirmó que él es el ansiolítico de la convulsa política española.
Sería injusto, en todo caso, afirmar que Rajoy se dejó llevar por la pachorra: hizo su jugada de estrategia política. El 22 de enero acudió a la Zarzuela y le dijo al rey que renunciaba, por el momento, a la investidura: “No solo no tengo una mayoría de votos a favor sino que tengo una mayoría absoluta, acreditada, de votos en contra”. Rajoy se apartó de la escena para no quemarse en la pira de una investidura fallida, que podría dar alas a sus adversarios, y de la que sería difícil recomponerse en una hipotética repetición de las elecciones.
El plan no le salió del todo bien. El PP confiaba en que el rey no encargara a nadie la formación de Gobierno -nadie tenía los votos- y que en esa situación de vacío el control de los tiempos volviera a manos del Gobierno. Pero el borbón no borboneó. A pesar de los favores que el Gobierno había prestado a la infanta para que saliera limpia de sus problemas judiciales, el rey pasó el testigo a Pedro Sánchez. El PP no digirió bien el desplante de Felipe VI: otro rey que no atendía los deseos de un presidente del PP. La Casa Real siempre se ha llevado mejor con los socialistas.
El fracaso de la Gran Coalición
La otra baza de Rajoy era mucho más previsible: la Gran Coalición. Pocos días después de las elecciones -el 29 de diciembre-, Mariano Rajoy ofrecía un gran acuerdo a PSOE y Ciudadanos para afrontar las grandes reformas que necesita España. “Un acuerdo entre las tres fuerzas políticas que defienden la unidad de España”, enfatizaba la portavoz oficial de la Historia de la Transición, Victoria Prego. Los próceres de la patria y los poderes económicos dieron su beneplácito; el resto del mundo se movía entre el rechazo y el desdén.
Como argumenta Guillem Martínez, el hecho de que la Gran Coalición no haya calado en la opinión pública -pese a los esfuerzos del establishment- es uno de los síntomas del cortocircuito que ha sufrido la Cultura de la Transición. Esta cultura fue exitosa durante décadas para conseguir el apoyo mayoritario a la idea de consenso por encima de todas las cosas, y en cierta manera todavía lo es, pero el argumento vertical de “lo que nos ha costado llegar hasta aquí” no tiene el vigor de los felices años del bipartidismo.
En todo caso, que la Gran Coalición no tenga buena prensa no quiere decir que no sea posible. Rajoy sueña con la versión idílica de un pacto de gobierno PP-PSOE-C's pero, en el mejor de los casos, tendrá que conformarse con la Gran Coalición Light en forma de abstención socialista a un Gobierno en minoría.
El discurso de la Gran Coalición se vio afectado, además, por nuevos casos de corrupción que golpearon la línea de flotación de la hoja de ruta de Mariano Rajoy: el estallido de la trama “criminal” del PP en Valencia reforzó el discurso de Albert Rivera de un Gobierno del PP, sí, pero sin Rajoy; y meses después el caso del ministro Soria se llevó por delante los últimos intentos del PP -ya con balas de fogueo- de arañar una abstención del PSOE.
Durante todo este tiempo apenas hubo días en los que no se recordara que el PP es el Partido Repelús, el partido con el que nadie quiere hablar.
La prórroga de una mayoría absoluta de cuatro años
Al tiempo que las negociaciones entre el resto de partidos se sucedían, el PP se quedaba apostado en la barra con Rafael Hernando haciendo de Rafael Hernando y los jóvenes vicesecretarios saltando de plató en plató. Por su parte, Mariano Rajoy, recluido en la Moncloa, gobernaba España en funciones, la forma más tranquila y arbitraria de gobernar España: te permite comer helados y no tener que recoger tu cuarto. Te permite luchar contra el independentismo (una causa noble en España), pero no tienes por qué acudir al Parlamento a rendir cuentas (un engorro a la altura de los debates electorales).
Durante este periodo de relax, Europa llamó la atención a Rajoy por no cumplir los objetivos de déficit y le avisó de que tendría que recortar 8.000 millones de euros. Rajoy envió una carta a Bruselas para ganar tiempo hasta después de las elecciones antes de someter a España a otra lavativa de austeridad. La carta se filtró pero la polémica no le duró ni dos telediarios (muchos menos que Venezuela, por poner un ejemplo).
En esta vida en funciones, Rajoy tuvo la suerte de que, en realidad, a nadie le apetecía hablar demasiado de los sacrificios a los que obligará de nuevo Europa. Ha sido el elefante en medio de la habitación. Y a Rajoy le gustó tanto este elefante que poco después se atrevió a prometer menos impuestos y menos déficit sin recortar el gasto público. El Increíble Hulk, lo bautizó Joaquín Estefanía.
Dentro del partido, los sobresaltos tampoco han pasado de tímidas refriegas. Dimitió Esperanza Aguirre y Rajoy no notó siquiera una perturbación en la Fuerza. El día después de las elecciones Aznar apareció por sorpresa en el comité ejecutivo pero lo sentaron junto a Jesús Posada y Pío García Escudero, que es como ver un partido de fútbol detrás de una columna. Aznar tomó la palabra y reclamó un congreso “abierto” para renovar el PP. Le escucharon como se escucha a los niños, y no le hicieron caso como no se hace caso a los niños. Aznar había dejado de asustar.
Así que Rajoy ha vivido estos meses en funciones como una prórroga de los cuatro años de mayoría absoluta de desdén a la oposición y soberbia con los medios. Esta vida en funciones es como los últimos días de las vacaciones de verano, de los que todavía se disfruta pero que están ensombrecidos por el regreso a las complicaciones de la vida cotidiana. Rajoy no tiene opciones tan plácidas como en los últimos años de apisonadora legislativa y dieta de plasma: o un Gobierno sin mayoría absoluta en un Congreso quisquilloso o el final abrupto de su carrera política porque, esta vez sí, la oposición llegue a un acuerdo en verano. O quizás unas terceras elecciones, pero las alternativas para Rajoy serían parecidas.
Afirma Soledad Gallego-Díaz que a Rajoy le queda el chute de autoestima de ganar de nuevo las elecciones antes de afrontar una agonía más o menos lenta. Rajoy lo diría a su manera, como cuando le preguntaron por su pronóstico para la final de la Champions y respondió:
–Tiene que ganar el mejor, todo el mundo sabe quién es el mejor, aunque a lo mejor no coincida todo el mundo.