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Yo me examiné para ser músico callejero

Yo me examiné para ser músico callejero

EFE

Madrid —

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El lunes me presenté al examen de aptitud para ser músico callejero. El distrito Centro de Madrid había convocado a los músicos que tocaban en la calle a una “prueba de idoneidad” con el objeto de evaluar nuestro arte y concedernos -si aprobamos- una autorización para actuar en la vía pública.

Mandé la solicitud el 21 de octubre y el pasado viernes me citaban para el 2 de diciembre en el Centro Cultural Conde Duque. Era una experiencia soñada para certificar mis dudosas capacidades artísticas y, sobre todo, una oportunidad para contar desde dentro y como periodista las claves de este curioso casting que había levantado una gran polvareda mediática.

El Conde Duque es un antiguo cuartel restaurado de estilo barroco. Su patio de armas es imponente y, allí, se había concentrado la tropa periodística armada de micros, cámaras y tabletas para entrevistar a estos artistas anónimos que son los músicos callejeros. Hacía frío -cero grados a las 9 de la mañana- pero el ambiente era cordial, festivo, de gran acontecimiento.

Atravesé el patio junto a Néstor Villa, un virtuoso guitarrista, gran amigo y mejor persona, que me acompañaba como guitarra solista en esta aventura musical de periodismo gonzo “de baja intensidad”.

Al cruzar las puertas de acceso a la prueba -territorio vedado para la prensa-, un amable funcionario sonríe, comprueba tus datos y explica que, aunque hay alguna demora, se están cumpliendo los tiempos. Primera sorpresa: Hay casi 150 personas convocadas y no hay retrasos.

Pese a los nervios hice cuentas: 150 personas o grupos divididos entre las seis horas del primer día de convocatoria arroja un resultado de 25 artistas a la hora. Conclusión: cada músico tenía 2 minutos y cuarenta segundos para mostrar su arte. “No puede ser, mucha gente se habrá rajado”, pensé.

Rápidamente dejo los números. La sala de espera recordaba a la isla encantada de “La Tempestad” de Shakespeare: era un mundo lleno de sonidos. Guitarristas flamencos practicando escalas, saxofonistas poniendo a punto el instrumento, músicos rumanos tocando el impresionante címbalo húngaro; todos están ensayando su número: “¡Qué nivelazo!”. Y cada uno tiene su historia.

Por ejemplo, la mujer de Fileata Gheorghe explica que su marido lleva, literalmente, 13 años de “relaxing cup” en la Plaza Mayor. Ese es el tiempo que lleva tocando en ese lugar el curioso instrumento idiófono conocido como las copas musicales.

También está Miguel, un joven limeño, que lleva tres meses en España, practica jazz con una preciosa guitarra eléctrica y sobrevive tocando en la calle y en el metro. “Se conoce gente y ya estoy compartiendo proyectos”, dice optimista.

Sin desviarme del asunto, Néstor y yo empezamos a ensayar nuestras canciones. Nos planteamos tres composiciones pop, con dos acústicas y mi voz. Nervios. No es Operación Triunfo pero hay un tío de rizos que me recuerda a Bisbal.

Se acerca el turno. Hay dos salas de audición y nos toca subir a la segunda, en la primera planta. Al llegar, otro funcionario nos toma nota y los aspirantes nos acoplamos en otra sala con grandes ventanales e impolutos sillones blancos. Nos miramos y nadie se sienta. Se oye, eso sí, que la prueba dura cinco minutos. Pánico escénico.

Son las 14:15 horas. Hay hambre. Una chica se come un bocata de salchichón y, después, toca un violín. El señor que llegó tarde -“miré el correo esta mañana y vi que estaba convocado, he tenido que venir corriendo...”- se calza la guitarra, acopla la armónica en su bastidor y empieza a interpretar algo que suena a Bob Dylan.

De pronto, sale de la sala del examen una pareja. Están un poco mosqueados, “nos han deseado suerte, pero no saben cuándo van a dar los resultados, ¡qué raro!”, comentan. Llevan cuatro años juntos y la actividad callejera complementa otros ingresos. Se dicen llamar Balderrama -“con B”- e interpretan melodías andinas con una flauta travesera y un charango.

Al fin llega nuestro turno. Néstor y yo entramos en una gran sala, muy luminosa, y a la derecha se sitúa el jurado. Dos mujeres y un señor de mediana edad nos saludan con una sonrisa y gran amabilidad. Es un tribunal y me pongo las gafas de sol para marcar distancias y esconder la timidez.

“One, two, three”. Empezamos la sesión con el tema “La hija de Pedro Jones”, una canción que publiqué en la disquera Zafiro en 1991. Ha pasado mucho tiempo y nos confundimos en la segunda estrofa (disimulamos).

El jurado no se percata del error y nos sigue con cierta devoción. Por un momento, creo que balancean los tres la cabeza al unísono siguiendo la melodía. Llega el estribillo final y saco pecho “Jooooonn oh oh oh!!!!”.

Se miran y uno de ellos dice: “Muchas gracias, por nosotros pueden irse”. “¡Qué, tenemos más!”, exclamamos. “No se preocupen, para nosotros es suficiente”, responde. ¡Glups! Esto suena al clásico “tranquilo, amigo, no nos llames, ya te llamaremos” pero obedecemos y nos vamos con la música a otra parte.

Al salir de la prueba, nadie nos dice qué va a pasar; el funcionario nos pide un correo electrónico personal y otra señorita nos facilita un formulario para una encuesta anónima. Seguimos con la incógnita.

Ya en la calle, los chicos de la formación callejera “Desvarietés Orquestina” posan, junto con Jasmina Jolie, ante algunos medios de comunicación. Les digo que ya no se les ve los domingos tocando en el Rastro de Madrid. “Hasta que se solucione esto -la prueba- estamos en paro”, comenta el acordeonista.

Entretanto, la temperatura en la calle ha subido a cinco grados. No sé si pasaré el examen o si hace falta un carné para tocar en la vía, lo único claro es que hace un frío que pela. En la calle solo sobreviven los más fuertes.

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