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Las últimas habitantes de la Matera de la vergüenza

Las últimas habitantes de la Matera de la vergüenza

EFE

Matera (Italia) —

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Las hermanas Maria y Bruna, de casi noventa años, son las últimas vecinas originarias de los “Sassi” de Matera, un barrio mísero de casas-cueva que el Gobierno italiano evacuó a mediados del siglo XX y que ellas se negaron a abandonar.

La vida nunca fue fácil en el olvidado sur italiano pero menos si cabe en los “Sassi”, un laberíntico asentamiento de casas excavadas en la roca donde los jornaleros sufrían la pobreza, la enfermedad y la insalubridad, además de una consecuente alta mortalidad.

Fue a mediados del siglo pasado cuando sobre este lugar cayó el apelativo de “vergüenza nacional” y para atajar la situación, el entonces primer ministro, el democristiano Alcide De Gasperi, ordenó su evacuación a nuevos barrios construidos con una ley en 1952.

Entre los pocos que se quedaron estaban las hermanas Maria y Bruna Fontanarossa y a día de hoy son las únicas naturales de los “Sassi” que siguen con vida y habitando la casa rupestre en la que nacieron: “Aquí moriremos”, aseguran, casi orgullosas.

Han visto el fascismo, la guerra, la rehabilitación de su barrio natal y también la segunda vida que la ciudad parece gozar desde que en 1993 fuera declarada Patrimonio de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) y ahora como Capital Europea de la Cultura para 2019.

Maria y Bruna observan el trasiego de turistas desde la ventana, la primera en silla de ruedas, mientras comen con cierta desgana una empanada y beben un poco de vino tinto acompañadas por tres vecinos en el amplio y austero recibidor de la vivienda.

“Me da miedo, no abro la puerta a nadie”, reconoce la segunda, enjuta, cetrina y de mirada severa, pero la más locuaz, pues su hermana, de 88 años, simplemente se limita a asentir con la cabeza.

Los “Sassi” parecen renacer y en sus calles ya no hay la pobreza que los hizo célebres sino que se suceden los negocios de artesanía, los restaurantes de diseño y muchas de sus casas-cueva han sido rehabilitadas y ya lucen el cartel de “se vende” o “se alquila”.

Maria y Bruna nacieron en una de las pocas familias acomodadas, se quedaron solteras y sin descendencia y sus otros dos hermanos -Vito y Emanuele- murieron sin familia, por lo que heredaron esta casa de techo abovedado y dos salas, explica Nina, la vecina que las cuida.

En las paredes del recibidor, que hace las veces de cocina y sala de estar, cuelgan algunos cuadros con sus recuerdos, como uno que muestra a su madre cargando agua y otro del carro verde con el que las dos mujeres ya ancianas recolectaban aceituna, hace solo 7 años.

Duermen juntas en una sala contigua que aún cuenta con el granero -reconvertido en trastero- y que está casi vacía, solo equipada con una vieja cama, un pequeño armario, un baúl y dos cómodas de madera noble en la que reposan algunas pertenencias y retratos familiares.

Preguntada por la miseria pasada de los “Sassi”, Bruna rememora cuando la zona era atacada durante la guerra y se apresuraban a refugiarse en las grutas y cuevas paleolíticas de los alrededores. “Nos llevábamos el pan”, rememora.

Las señoras no esconden que ellas eran unas privilegiadas: “Íbamos a la escuela aunque se pagaba por ello”, confiesa, y subraya que si sus vecinos se fueron fue porque “sus casas eran feas”.

De hecho ellas y su familia no dormían con los animales, como la mayoría de los lugareños, sino que contaban con un establo al otro lado de la calle, donde la vecina Nina ha construido su casa.

Precisamente decidieron no abandonar aquel barrio deprimido por apego a sus bienes, ya que no habrían podido gestionar sus propiedades a distancia, y durante sus años de soledad, cuando casi todos se habían ido en busca de una mejor vida, ellas siguieron labrando sus campos.

Su casa natal ha sido modernizada, cuenta con calefacción y compraron una televisión desde la que de ciento en viento se asoman a un mundo que nunca han visitado, pues su vida se limita al quebrado horizonte de Matera.

A Bruna le disgusta el mundo que aparece en esa pantalla plana, pues advierte de que podrían revivirse los fantasmas de un conflicto bélico: “Es fea la guerra”, zanja, antes de empezar a degustar la tarta de crema y cereza que su vecina le ha llevado.

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